La supersticiosa ética del pseudolector


Por Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz*

Leer es una artesanía ejecutada con palabras, un extraño conjuro en el que, por lo menos, dos espíritus se comunican, así nunca se hayan conocido de manera física. Un manto tejido con los finísimos hilos de las palabras, entre dos potencias convocadas: el escritor, que sonsaca de su interior mensajes cifrados, remanentes de su psiquismo creador, y los pone en circulación: savia, magma, sangre, óvulo, esperma, sístole y diástole, de algo vivo, vibrante, hondamente significativo. Del otro lado, el lector: alerta, vigía, puros ojos, como atarrayas a la caza de un botín pleno de insinuaciones y sentidos.
Por eso leer se vuelve una tarea delicada, paciente, crítica y generosa, a la vez, porque de alguna forma, hay una intromisión permitida, pactada de antemano entre dos protagonistas.
No quiero referirme a la antropofagia lectora que circula en los medios, desde las burdas frases que salpican el internet, los juicios descalificadores y prejuiciosos que se sueltan al garete. Tampoco amerita un mínimo comentario el opúsculo venenoso que destila hiel y envidia cuando se trata de descalificar obras y autores sin previo examen. A esto ayudan los lectores de solapa, esos personajes que entran en la acción de gracias emitida por Borges: (gracias) por el lenguaje que puede simular sabiduría.
En un país de excesos e intolerancias, se sueltan palabras como flechas envenenadas; también se escribe por encargo: francotiradores que asustadizos de cuanto se mueve, se atrincheran en el anonimato y recogen, como carroñeros, toda la escoria que los espíritus mediocres van abandonando en los caminos.
Lector de solapa que repite fórmulas, que reduce la literatura a un club de malas conciencias, porque es más fácil garrapatear diatribas que tomarse el trabajo de leer los textos completos y hacer glosas, revisar elementos de estilo, de ritmo, de imagen; examinar el tejido verbal, sus fibras íntimas, en suma, sopesar el lenguaje, materia prima y esencial del arte poética, su eficacia fonética, semántica y pragmática.
En la supersticiosa ética del pseudolector no existen temas, ni tratamiento de los mismos, tampoco motivos, intertextos, mensajes cifrados, insinuaciones e intuiciones, sólo vaguedades, a lo sumo, opiniones sueltas, impresionísticas y sesgadas. Seguramente descalifique a Whitman y a Borges por enumerativos, a Rubén Darío por musical y exotista, a Gonzalo Rojas, por escribir poquito y a Neruda, por escribir muchito, otra vez a Borges por erudito y ladrón de versos (Cfr. El Amenazado y El Eclesiastés, cap. 12, 3 a 5), a Huidobro por romántico al principio y hermético al final (Altazor), a Teillier, por lárico, a Arturo, por lo mismo, a Quessep por anacrónico, a Mutis por reiterativo en la desesperanza, a la Carranza por prosaica, a Eduardo, su padre, por edulcorado, a Paz, por su abanico multiforme, a Lezama por ilegible, a Lêdo Ivo y Eliseo Diego, por provincianos, a Cortázar por cosmopolita, a García Márquez por macondiano, a Rulfo por comaleño, a Onetti, por nihilista y desesperanzado, en fin…Qué fácil el intento fallido de destrozar una obra con un adjetivo irresponsable, fruto de una pseudolectura, descuidada, perezosa, mezquina, cuando no, quisquillosa.
Se sabe de un pseudocrítico español, que siempre posó de arbitrario, y se refería a libros que nunca había leído, y de otro, acaso el mismo, que decía sin sonrojarse: estoy a punto de decir que Fulano es el gran poeta de su generación. Majadero, le contestó Sutano, dígalo o cállelo, pero no amague con deleznables reticencias.
Leer es un trabajo, nos señaló Estanislao Zuleta, no un fútil pasatiempo, y para ilustrarlo utilizó la proverbial metáfora del camello, el león y el niño: trabajo, fuerza e inocencia, tríada sobre la que debe reposar un oficio tan noble como la escritura y su connatural actividad, la lectura.
Ahora bien, evocando a Julio Cortázar, en su concepción muy personal sobre la estética del receptor, encontramos: lector alondra, el que no pasa de decir, bonito, categoría superficial, válida para un florero o un gato de porcelana, lector hembra -con el perdón de las feministas- para el que se arredra, escurre el bulto y deja las obras a medio empezar. Lector macho –con el perdón de los varones- todo lo contrario, el que se arriesga, el que cabalga, lanza en ristre, por las praderas del texto, no para hacerle decir sandeces o encuestar categorías gramaticales o recurrencias léxicas. Lector cómplice, cercano al que llamaron los semiólogos el archi-lector, valga decir, el que se compromete con el universo de significados y sentidos, el que aguza ojos e intelecto para horadar la cáscara y saborear el fruto, el que no cuenta el canto, más bien canta el cuento y bucea en el mar de los signos, los símbolos y sus múltiples ramificaciones. Conocí a un extravagante pseudolector, oficiante de una extraña manía: cazaba escritor con palabras, como si fueran su propiedad privada; así, si un tigre, Borges, si un espejo, Borges, si un camello, Valencia, si una sombra, Silva, si un zopilote, Rulfo, si un conejo, Cortázar, si un tren, Arreola, si un burro, Vallejo, si un búho, De Greiff. Con esa forma tan singular y arbitraria de acercarse a los textos, conceptos como originalidad, intertextualidad, escritura de palimpsesto, influencias, tratamiento, quedaban a la deriva. (En los procesos de selección y combinación, las palabras forman sus propios universos semánticos). Sálvese quien pueda de entrar en esa cofradía, en esa forma velada de la censura, esgrimiendo una chata erudición, una mirada parcial.
¿Dónde se ubica, desocupado lector, empadronador lector, contabilista lector? ¿No sabe, no responde? Ya lo advirtió el poeta Eugenio Montale: la oralidad es un género literario desde antes de la escritura. Su envés, la lectura, merece un sitio preferente.


* Jorge Eliécer Ordóñez. Poeta y ensayista colombiano, nacido en Cali (1951). Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos: Ciudad Menguante, Vuelta de Campana, Brújula Insomne, Farallones, La Casa Amarilla, Exiliados del Arca, Manuscrito de Sísifo (V Premio Nacional de Poesía, UIS, 2013), Cuerpos sobre campos de trigo (XV Premio Nacional de Poesía, Eduardo Cote Lamus, 2014), así como ensayos de literatura en revistas especializadas. Su libro, La Fábula Poética en Giovanni Quessep, obtuvo el Premio Jorge Isaacs, Colección de Autores Vallecaucanos, en Crítica Literaria, (1998). En la actualidad es codirector y editor de la revista virtual rosablindada.net