Un buen servicio, Miss Blues 104º F


Del libro Miss Blues 104º F del narrador y periodista colombiano Jaime Cabrera, residente desde hace varios años en Miami, publicamos el siguiente relato

Por Jaime Cabrera González

Había decidido reconectar el servicio de gas con la urgencia que reviste una solución inmediata. Pensó que tenía que actuar como lo hizo su pequeña hermana cuando no le permitieron en casa tener más unos pollitos. “Hay que matarlos”, dijo en voz alta. “Hay que matar los pollitos”. Ahí se acababa el problema, pensó. “Torcerle el pescuezo a todo”, dijo sin dejar de pensar en la acción de su hermana.
En la puerta sonaron un par de golpes recios. No se había preocupado por reparar el timbre. Se asomó por la ventana y vio a dos hombres vestidos de azul con blanco. Abrió y los dejó entrar.
—¿Qué cocina?  —respondió uno a su pregunta.
El otro miró hacia donde estaba el televisor y luego recorrió el techo con la mirada.
—Venimos de la empresa de cable, dijo el que había hablado.
No había pedido que le conectaran ningún cable y ya iba a reclamar cuando el hombre, el único que hablaba de los dos, le extendió una orden en donde estaba el nombre de ella.
Con el papel en la mano recordó que antes de que “Miss Blues” (así entre comillas) como había empezado a pensarla, lo abandonara había hecho varias llamadas. Quizás en ese momento todavía no había tomado la decisión de marcharse. ¿Había dudado en irse? ¿Qué la llevaría a cambiar de opinión si una semana antes le había celebrado el cumpleaños con una torta y vino y habían salido a pasear en una noche fresca y al regreso habían bailado un bolero que dice por qué, por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti y después habían hecho el amor varias veces y al rato le había dicho, dime algo lindo?
Pensó en cancelar el servicio. ¿Para qué quería 160 canales si ni siquiera uno le interesaba? ¿Acaso la pena se le iba a quitar viendo el televiso? Realmente lo que quería era “matar los pollitos”, poner el gas, que funcionara la cocina, acabar de una vez con todo. Pero se contuvo y sin saber por qué les mostró donde estaba el televisor. Era un Zenith que estaba metido en un mueble marrón, antiguo y empolvado.
Uno de los hombres, el que no había abierto la boca, por el contrario abrió la boca de un maletín negro grande, cuadrado, y sacó varios rollos de cable y algunas herramientas que extendió por el piso. El otro, de rasgos vulgares, pidió permiso para sentarse a la mesa y llenar un formulario que estaba en una planilla de madera agarrado con un gancho metálico un poco oxidado.
No supo qué hacer mientras los dos hombres hacían lo suyo. Era como si estuviera en una casa que ya no le pertenecía. Se paró frente a la computadora. Se pasó la mano por el cabello revuelto. Dio una vuelta por la sala.
Contempló su imagen en el espejo: la barba larga en donde asomaban las primeras canas, la camisilla esqueleto, el piyama y los pies descalzos. Miró al que trabajaba y, de repente, le dijo que en el cuarto había otro televisor, uno más pequeño. El hombre dejó lo que estaba haciendo y fue hasta la puerta de la alcoba y se asomó, pero no dijo nada, siguió en silencio.
El hombre regresó a lo que estaba haciendo, mientras que él se sentó junto al que había apartado una montaña de correspondencia sin abrir, papeles, periódicos amarillentos y la pequeña guía de teléfonos de Altonia Beach, y se había puesto a llenar los documentos. Notó que tenía las manos grandes y los dedos gruesos con un anillo en forma de calavera en el dedo meñique, de esos que vende un hombre junto a la mansión de Versace. En otra oportunidad hubiera establecido un diálogo que hubiera comenzado por saber de qué país era, si no lo hubiera descubierto por el acento. Era una especie de ejercicio para su oído. Escuchaba un poco y al rato se aventuraba a decir de qué país venía la persona. Aun cuando le asignaran trabajadores que hablaban en inglés podía identificar de qué estado de la Unión provenían o si eran floridanos.
Pensó que en algún momento tocarían a la puerta y esta vez sí sería el hombre que reconectaría el servicio de gas. Después, de nada serviría el cable. Pero no tenía fuerzas para discutir y menos para explicarle a nadie que su mujer se había marchado hacía una semana después de felicitarlo por sus 40 años, que desde entonces no se había afeitado, que apenas había probado bocado y que se la había pasado todo el tiempo tirado en la cama con las manos en la nuca mirando el techo hasta que se le vino lo de “matar los pollitos”.
De repente, matar los pollitos no le pareció una idea de su hermana, sino sacada de una película inglesa que vio en la cinemateca de Espanola Way en las noches en que iba con… (esta vez también prefirió suprimir el nombre y las comillas que en ocasiones dibujaba en el aire alzando ambos brazos y moviendo los dedos índice y medio y pensar en ella con un apodo que creía le iba bien: Miss Blues); sí, eso es, con Miss Blues iba a ver el cine que no se exhibía en los teatros de la ciudad y sus alrededores, en especial, en verano, cuando la cartelera era una verdadera porquería.
“No hay más que cochinadas americanas”, decía ella.
El hombre que instalaba el cable se levantó del piso y dio una vuelta alrededor de sí mismo como si le faltara algo, buscó en todas las direcciones, metió la mano en el maletín y la sacó sin extraer nada. Algo le faltaba. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no habló ni le dijo nada al compañero. Caminó hasta la puerta en silencio, la abrió y salió. La puerta quedó entornada, a la espera de su regreso. Unos estudiantes pasaron por la acera de enfrente golpeando sus reglas contra las barras metálicas de una verja. Trac, trac, trac.
El otro hombre, que para entonces había terminado de llenar la planilla, lo miró con detenimiento, con sus ojos malévolos. Él lo que menos quería a esta hora de la mañana, en esta circunstancia, era conversar con alguien y, menos, con un desconocido con cuello de toro. Quizás si hubiera sido el hombre del gas le hubiera pedido muchos más información que las instrucciones básicas para saber cómo funcionaban los fogones, pero en especial, cómo encender el horno ya que nunca se había metido en la cocina ni siquiera cuando Miss Blues preparaba alguno de sus “inventos” culinarios.
“¿Te gusta mi sazón, baby?”.
Ahora le hubiera contestado que podía metérsela por… Pero notó que el hombre no lo había dejado de mirar ni un instante. Tal vez era evidente que no era nada agradable lo que estaba pensando. Se abstuvo de completar la frase y se sintió apenado ante la mirada. Debía tener la cara encendida.
—Lo dejó la mujer —le dijo el hombre.
—Sí.
—Por eso no habla— le dijo.
—Así es.
—Fue el sábado —le dijo, y volteó hacia la puerta—. Tenían 5 años de casados y acababa de comprarle un auto nuevo de paquete. La sacó de Cuba en una lancha rápida. La trajo por Republica Dominicana. Le cobraron $10.000 dólares, quizás porque había no sé qué enredo con unos peloteros que aspiraban a fichar con equipos de las Grandes Ligas. ¿Usted sabe qué es eso?
Entonces se dio cuenta de que no se estaba refiriendo a él ni a su caso. Pero tampoco supo con claridad si la pregunta era en torno a lo que se padecía a causa del abandono o lo que había costado la traída de la mujer o sobre el tráfico de jugadores. Le pasó por la cabeza una frase de su abuela cuando se enteraba de que una pareja estaba enamorada: “Dejan de quererse por adorarse” y luego otra, cuando se enteraba de que iban a separarse: “Ya se desencantaron”.
Si en ese momento el compañero no hubiera regresado, el hombre hubiera seguido con el cuento de los desencantados, pero había vuelto; traía una herramienta en la mano, cruzó delante de ellos sin decir nada y siguió hacia la alcoba en dirección al segundo televisor.
El hombre, sin soltar la planilla, lo siguió con la mirada y calculó si podía seguir hablando. Tal vez le pareció que no se había alejado lo suficiente, que no se demoraría en lo que estaba haciendo o que el chorro de su voz llegaría hasta él y se enteraría que estaba hablando de su vida, porque no dijo más. Se limpió la garganta y pasó a contarle sobre una stripper africana llamada Malethea que, en lo que llamó un “gogó”, machacaba latas de soda que se colocaba entre las nalgas. Dijo, grupas. (Él se pregunté si ese sitio también sería propiedad de un tipo experto en inversiones y diversiones tan popular por estos días, ese que la prensa llama gurú…)
“¿Le provoca agua o café?”, hubiera preguntado ella para cambiar la conversación.
El compañero demoró poco en el cuarto. Salió, metió la herramienta en el maletín, lo cerró de golpe y se quedó parado en medio de la sala. El otro entendió que el trabajo estaba terminado, se colocó la planilla debajo de un brazo, agarró el control remoto, encendió el televisor y se puso a explicar las diferentes funciones del aparato pasando canales y más canales.
En una de las estaciones vieron por algunos minutos que repetían la persecución que por aire y tierra había hecho la policía a un Corvette de color rojo que corría más que el auto 24 de Jeff Gordon en Daytona 500 (también recordaron la imagen de tres años atrás: O. J. Simpson en un Ford Bronco blanco, con una pistola en la cabeza, los autos de la policía y los helicópteros de la televisión). Siguió pasando canales. Ahí estuvieron un adelanto de la Europa de Rick Steves y una entrevista de Charlie Rose y Qué pasa, USA y el australiano Steve Irwin que correteaba caimanes (¿O eran cocodrilos?) y, si hubiera sido más tarde, por seguro James Lipton detrás de una montaña de tarjetas interrogando a un actor. Se detuvo en el canal 3 en donde un locutor mostraba el recorrido de un huracán que se había formado en el Caribe y su posible trayectoria.
“Un mínimo técnico”, recordó que dijo ella la vez pasada cuando les habían explicado lo mismo sobre el uso del control Y al instante se había echado a reír con esa risa apagada que tanto le gustaba a él y quizás a su gemelo malvado. Váyase a saber qué otras cosas tenía ella que al otro le encantaban por igual. ¿Qué pensaría de sus cabellos unas veces rojizos (que se teñía con alheña egipcia) y otras veces negro; de los ojos color calipso, chartreuse o viridiano (dependiendo de los lentes de contacto que se pusiera); de cómo arrastraba las palabras; que llevara prendida una libélula en una foto en que está de espaldas a la cámara, mirando el mar? ¿Todo aquello lo habría enamorado lo mismo que a él?
Vio al hombre del maletín vacilar, como quien no sabe qué responder, antes de ponerse en movimiento hacia la puerta y luego caminar con cierta resignación. El otro extendió la planilla para que firmara la hoja de color amarillo en donde aprobaba la instalación y se demoró un poco en entregar la copia rosada para dar tiempo a que su compañero se alejara. Daba la impresión de que se atragantaba con el chisme; no podía dejar por fuera, a pesar del poco interés que percibía, qué era lo que su compañero no le perdonaba a la ingrata. Pero antes del remate dijo que ahora se había acordado que hacía un año él había sido el mismo que había instalado el servicio de cable aquí, recién mudados y Miss Blues había pedido el servicio (¿Miss Blues?, ¿dijo Miss Blues? De pronto no supo en realidad si el hombre la había llamado así o era que no importaba como la llamaran a él le sonaría así).
“¿La del caballito del diablo en el cabello era su mujer, verdad?, dijo y no esperó respuesta. Y agregó: “Usted es el… músico”. Pero enseguida corrigió al mirar hacia donde estaba la pantalla de la computadora apagada: “¿Usted es el traductor, verdad?, y esta vez también lo dijo sin esperar que le confirmaran nada. Ni que yo le aclarara nada. Y agregó: “Sí, ahora me acuerdo mejor, usted es al que le gusta esa música de negros…No, no me mire así, no crea que soy racista… Quise decir afroamericanos”.
A él le hubiera gustado decirle que por qué no se callaba, darle un empellón y sacarlo de una vez de esta historia. Del cuento de su adolorido compañero, ese que ya se había subido a la camioneta de la compañía y sacaba el codo por la ventanilla del lado opuesto al conductor. Pero nada más se le pasó por la cabeza porque el hombre agarró la puerta de la casa evitando que la fuera a cerrar y se volteó para hablarle directamente a la cara sin que escuchara que le estaba dando las gracias por un buen servicio, dicho sin ningún convencimiento eso sí, otra cosa hubiera sido tratándose del gas, de cómo Sylvia Plath mató sus pollitos…

—La esposa —dijo el charlatán, se sonrió y movió la cabeza como si afirmara algo—, la esposa de ese…  se le fue con una mujer.