Buenos Aires: “Será por eso que la quiero tanto”


A continuación una de las crónicas que conforman el libro La ciudad del poeta, del escritor Carlos Fajardo Fajardo, recientemente aparecido en la Colección Los Conjurados, ya disponible en las más importantes librerías del país y en la vitrina mundial de Amazon.com.

Por Carlos Fajardo Fajardo

Asalta la mirada aquella Buenos Aires con sus barrios viejos y seductoras callecitas, con su gran río de tantas extranjerías y llegadas, testigo de músicas, nostalgias, melancolías.
La primera vez que la visité, sentí la ciudad envuelta en un verano interminable. La vi llena de infinitos papeles arrojados desde altas edificaciones. Alguien dijo: “Hoy es 30 de diciembre”, y explicó el suceso: “Cada oficina lanza desde las ventanas documentos burocráticos, los aburridos memorandos de todo un año”. Era diciembre. En un viejo hotel de la calle Juan Domingo Perón, mi mujer y yo sentimos bajo el sopor de esos días la magia de la extraña y bella Buenos Aires. Ahí estaba con sus leyendas, una y otra vez leídas o escuchadas, sobre sus audaces poetas y cantores de arrabal, de viajeros, exilios y destierros.
Es tan difícil descifrarte Buenos Aires; tan injusto definir tus múltiples olores en frase alguna. Sin embargo, allí están tus barrios: La Boca, San Telmo, El Abasto, Palermo, Belgrano, ambiguos y únicos, con calles que cargan todo tu origen. Todavía se escuchan las voces del recién llegado de ultramar, sus lentos y melancólicos pasos por el empedrado. Aún se oyen los recuerdos de viejos marineros, de mujeres hermosas llegadas de lejanas comarcas. En los míticos lugares del tango y la milonga, en tus arrabales y conventillos, viven legendarios cantores, músicas de tristes patrias, tonadas de ausentes, presencia de un amor en la memoria.
Desde el malecón observo oxidados buques, encallados en un antiguo puerto. ¿De qué soñados y dolorosos países llegaron con su carga de música, sabores y paisajes? Muchos descendieron para vivir, amar y enterrar aquí sus huesos. Su imagen palpita todavía en esta nativa y extranjera provincia, calidoscopio de trágica belleza.
Tan extraña y misteriosa eres Buenos Aires. Así te llamó Manuel Mujica Laínez al descifrar tu secreta historia. Sensual e ingrávida como una danza de tango; real y violenta como tu duro pasado. Y ahora estás ante mis ojos, mirándome en los ojos de todos, paseando conmigo por Sanjuán y Boedo, por todo el cielo, contorneándote como una muchacha, terrible y seductora igual a un ángel de pie.
Entonces, recuerdo unos versos: No nos une el amor sino el espanto; será por eso que la quiero tanto. Son del viejo Borges, el iluminado. He pronunciado en voz alta el poema de este lúcido ciego, y me he detenido en una esquina de la Calle Corrientes, la misma por la cual Alejandra Pizarnik deambulaba solitaria, padeciendo estos lugares del centro, diciéndose: Es que ¡Oh señor! Yo no soy una muchacha: soy un muestrario de los pecados capitales; repitiéndose una y otra vez, indudablemente el mundo externo es una amenaza, cuando buscaba aquella poesía que dijera lo indecible, un silencio, una página en blanco.
Alejandra ¿hacia dónde vas Alejandra? Esta lúgubre manía de vivir/ esta recóndita humorada de vivir/ te arrastra Alejandra no lo niegues./ Hoy te miraste en el espejo/ y te fue triste/ estabas sola/ la luz rugía el aire cantaba/ pero tu amado no volvió.
Sí, Alejandra, tú lo habías escrito. Estabas Cansada del estruendo mágico de las vocales/ Cansada de inquirir con los ojos elevados/… Cansada de aquel amor que no sucedió/… Cansada de la insidiosa fuga de preguntas/… Cansada de abrir la boca y beber el viento/ Cansada de sostener las mismas vísceras/… ¡Cansada de Dios!/ Cansada por fin de las muertes de turno/ a la espera de la hermana mayor/ la otra la gran muerte/ dulce morada para tanto cansancio.
Te observo pasar fugaz por Callao y recuerdo cómo peleaste con las palabras como si fueran tu propia muerte. Te encargaste de hacerlas presentes, visibles después de tu partida. Sabías que demasiada angustia hace que las palabras se suiciden. Tú, la siempre rebelde, entendías que la rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos. Y los pulverizaste en una gran explosión de amor, llena de miedos y de soledad, de mucho extravío, buscando, excavando en las palabras sin llegar a ninguna parte. Nadie apagó el furor de tu cuerpo elemental. Sólo tu suicidio en septiembre de 1972; sólo las lilas y ese sueño infantil con huérfanas muñecas, te acompañaron en el traumático viaje. Lo escribiste, como suplicando desde el fondo de tu herida: Señor/ La jaula se ha vuelto pájaro/ y se ha volado/ y mi corazón está loco/ porque aúlla a la muerte/ y sonríe detrás del viento/ a mis delirios// Qué haré con el miedo/ Qué haré con el miedo (…) Señor// Es el desastre/ Es la hora del vacío no vacío/ Es el instante de poner cerrojo a los labios/ oír a los condenados gritar/ contemplar a cada uno de mis nombres/ ahorcados en la nada. (…) ¿Cómo no me suicido frente a un espejo/ y desaparezco para reaparecer en el mar/ donde un gran barco me esperaría/ con las luces encendidas?
Ahora las lilas colorean vientos y todavía hay mucho abismo como el que abarcaste, mucha pesadilla en la luz, sombras muertas petrificadas en los muros.
Alejandra, Alejandra ¿Hacia dónde vas? La muerte siempre al lado, decías, todo para morir de tanta vida. Nadie te ocultó del combate ni las mismas palabras. Vieja niña con tu camisa en llamas. ¿Quién te entiende ahora? ¿Quién lee tu misterioso y sombrío abecedario? ¿Quién recita tu poema de ausente, tu jardín prohibido?
Pasas efímera por estas callecitas porteñas como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia…Como quien no quiere la cosa. Ninguna cosa. Boca torcida, párpados cosidos… Adentro el viento. Todo cerrado y el viento adentro”. Y vas diciendo: “Toda la noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama… La muerte es una palabra.
Alejandra, Alejandra ¿a dónde vas Alejandra?
Con ella me voy por los rinconcitos y los bares ocultos, dejándome guiar por Diego Molinas, un joven amigo porteño que cuenta otras historias de dolor, de torturas y asesinatos. De repente una placa nos recuerda al chico y a la chica desaparecidos en esta esquina por la nefasta dictadura de los militares. En cualquier lugar, en los galpones y sitios donde se instauró el tormento, los argentinos han levantado símbolos al no olvido, a un “nunca más”, con la confianza de que la justicia esta vez será cierta o no lo será. “Memoria y justicia” dice la voz del amigo que nos relata tanto dolor comunitario; “memoria y justicia” se oye en las bocas de los que padecieron las heridas.
En la Plaza de Mayo todavía las madres buscan a sus hijos convertidos en humo de tirano.
He aquí tu ambigua figura Buenos Aires, dolorosa y fugaz, trágica y hermosa, con esa cicatriz que aún te desangra.

Dejarse ir por esos rinconcitos del “qué sé yo”, de seducción y peligro. Dejarse ir sin queja alguna y decirte: Buenos Aires, eres nostálgica como una zamba, como un tango, una milonga; así te vivimos desde el primer día; así te sigo cantando cuando te abrazo y poseo.