La mujer con voz negra - Eugenia Sánchez Nieto

Visibles ademanes
Eugenia Sánchez Nieto
Colección Un Libro por Centavos
Universidad Externado de Colombia

Por Evelio Rosero

He decidido titular este breve comentario con uno de los versos que aparecen en el libro Visibles Ademanes, de Eugenia Sánchez Nieto, Yuyín –para sus amigos–, un verso contenido justamente en el primero de los poemas, titulado Verde: La mujer con su voz negra. Así como después de la lectura de una obra en prosa, sea cuento o novela, es común recordar un pasaje, un capítulo, con más intensidad que otros, es natural que ocurra lo mismo con la poesía, y que la aparición de un verso determinado, o dos, o tres, nos estremezcan con más prontitud, nos convoquen de un especial modo. Ahora recojo, por ejemplo, al azar, de manera aislada o indistinta, estos versos o preguntas contenidos en la obra que presento y que no dejaron de merodear en mi recuerdo, una vez terminada su lectura:

       “¿En qué momento la vida dejó de ser tuya?
       “¿Quién soy yo en la penumbra?
       “¿Cuál es la palabra cierta?
       “¿Dónde está el silencio que nombra la mejor palabra?
       “Escucho una voz/ Alguien me llama, ¿es mi propia voz/ o una voz perdida que busca la alegría del encuentro?”

       Es como si allí radique, para nosotros, el escalofrío esencial de esta poesía, que, aunado a la generalidad del poema, de su historia, de su argumento, porque también cada poema lleva aquí, implícita, su historia, su argumento –y no importa si más difuso o abstruso, pero siempre latente-, nos convierte en cómplices o habitantes de cada poema, de la sutil desolación que ellos convocan. Se trata de un mundo íntimo –pero que nos corresponde a todos-, pletórico de imágenes e ideas sutilmente hilvanadas.
En Visibles Ademanes, luego de su viaje de ideas y sensaciones alrededor de una misma ciudad, nos queda el sedimento de una poesía habitada de espejos, pero con la gran ruptura: que cada espejo es único en cada poema, que son espejos distintos, indagaciones desde distintos tópicos –mediante el mismo objeto abismal, el espejo, alrededor de una realidad sombría. La creadora nos habla de los “seres que miran desde un espejo”, pero también ella, por supuesto, está detrás, ella, en la penumbra, a veces, y a veces muy patente, inesperada, igual que alguien empezándose a asomar entre nubes oscuras -las mismas que pueden habitar en un espejo-, que de pronto se nos muestra por completo, diáfano, precisamente como en otro espejo, nítido, sin nubes y sin noche, a la luz de los ojos.
Es esta alternancia, la imagen –en frecuentes ocasiones casi enumerada-, en contrapunto con la historia contada de los poemas, con su anécdota, lo que más me atrajo de la obra que hoy nos reúne. Porque, ¿qué guardamos al final de la lectura de un poema, de un libro de poemas? ¿Qué nos pertenece? ¿Qué nos modifica, para bien o para mal? ¿Qué nos hace sentir vivos o más vivos a través de la poesía, aunque para sentirnos vivos tengamos que pensar en la muerte que ella nos entrega, y ofuscarnos con la violencia y su desolación? Son muchas las maneras de abordar la poesía, o de dejarnos abordar por ella, a veces sin que lo notemos, a veces muy a nuestro pesar. Leyendo los poemas reunidos, esta selección personal que la autora realiza como la conclusión de años de indagación íntima, me he puesto a recordar al poeta alemán Heinrich Von Kleist, (1777-1811), poeta, dramaturgo y novelista, justamente en su Carta de un poeta a otro, dice “También cuando lees otras obras poéticas muy distintas de las mías me doy cuenta de que (por decirlo con un refrán) estás en la aldea y no ves las casas”...
En Visibles Ademanes estamos en la aldea, pero vemos ineludiblemente las casas, y no solamente nos asomamos: entramos en ellas. Aunque en este caso la aldea es una ciudad, la ciudad que tocó en suerte a su autora y nos tocó en suerte a nosotros, desde que nacimos, con todo su caos y su amor, sus ladrones y asesinos, su silencio y su grito, aire y ladrillo, e incluso la avidez –el ansia desmesurada por otra ciudad: “Una ciudad anhelada, desprovista de miedo”. Pero si esperamos un hallazgo de artilugios verbales, de vanas altisonancias y fórmulas que nos encandilen, sería mejor que cerráramos el libro y nos fuéramos al cine –al cine de la común poesía colombiana, que da la cáscara al sediento, más nunca su fruto.
Hay, en Visibles Ademanes una suerte de conversación íntima, frugal pero descarnada, entre autor y lector, pero una charla de pronto brutal e inesperada, la que puede ocurrir entre dos desconocidos a los que une la casualidad de una misma esquina, un bar, un bus, su experiencia transitoria, su advertencia. Así ocurre, por ejemplo, en el poema titulado:


Puede suceder

Cuidado no te alejes demasiado
En el sueño cualquier cosa puede suceder
Verás tu cuerpo suspendido con una expresión
                                      de terror en los ojos
Una sordomuda en una pista de baile expresando
Su gracia y soltura de movimientos
Ninfas que acechan y te llaman produciendo extraños sonidos
Una mujer de rostro apacible que te amamanta
Un ángel lascivo en abstinencia dedicado a ritos dolorosos
Un sobreviviente de ojos hermosos guiando
                                  un trasatlántico en alta mar
Un general frente a un espejo masturbando su miedo
Niños implacables cobrando
Por fin al mundo su indecencia.
Cuidado no te alejes demasiado
Cualquier cosa puede suceder.

Acaso, en el trasfondo, las cosas que pueden suceder en el sueño, no solo suceden en el sueño sino en la realidad, nuestra realidad, a partir de la vivencia del poema, o en la misma entera realidad, porque allí suceden, o van a suceder, o acaban de suceder, las cosas de los sueños. Es el milagro de la poesía, para bien o para mal:

“No sé
si es imaginación o realidad
ese cuerpo ensangrentado sobre la hierba,
y el verde pasto sigue tan verde como siempre”.

Encontramos en Visibles Ademanes la monstruosa realidad retransformada, aunque la esperacen los abrazos del amante, la danza a solas, “el sueño y sus mil puertas abiertas”, o “el viento, ese loco enamorado que me desnudará”, o “nuestra enamorada más fiel, la poesía”. Una realidad atroz, sutilmente entretejida alrededor de cada poema. “¿A dónde van las palabras? se pregunta en algún recodo del libro, y se responde: Al estremecimiento que provoca la muerte”. Las cosas, los sucesos, todo lo que de una u otra forma avisa de la condición humana en un país arrasado, se mencionan aquí por su nombre, como tiene que ser, porque no se puede eludir: “El odio, el fanatismo, las furias se abrazan a jóvenes cuerpos, la ceremonia de la guerra, el olor a plomo redime a los bárbaros”… pues: “sigue detenido el tiempo del miedo y del odio”. Es la aldea o la ciudad, es el país, si se quiere, resumido “en calles infinitas que recorren los barrios de La Macarena, La Soledad, Teusaquillo… donde “el viento murmura una canción al oído de los tristes”. Después de este viaje por las palabras se tiene la certeza de haber salido de casa, a medianoche, a padecer el desasosiego y la incertidumbre en las mil y una posibilidades de las esquinas bogotanas.

Siempre, en cada poema, asoma esta certeza, y a causa de esta certeza, algo tan bello como temible se conforma, al final, un grande y único espejo, nuestro país, en donde todos damos constancia de nuestros rostros, nuestra palabra, o nuestra indiferencia. Aquí está la palabra que asume dicha realidad, la devuelve, la hace crecer dentro de quien lee como una gran inconformidad, pero siempre a través de esa dulce reflexión de la poesía, más un susurro que un grito, pero por eso mismo más desgarrador. Así es posible afirmar que Visibles ademanes ha nacido del estremecimiento, y que su autora, la poeta Eugenia Sánchez Nieto, al crear poesía, sencillamente ha empuñado su corazón, asiendo sus pensamientos, y, con ambas manos, sin más aliño, como deseaba el poeta Kleist, los acaba de depositar en nuestras manos.