Día antes del tiempo de Gabriel Arturo Castro


Por Julián Malatesta
Profesor Titular de la Universidad del Valle
Escuela de Estudios Literarios

Tal parece que el destino de la poesía fuera permanecer en esa oscura cárcel del espíritu, que no obstante, ajena a la celda y al cerrojo, está llena de sobrecogedores caminos, inesperadas rutas, donde después del largo viaje descubrimos que no hemos partido, que permanecemos en el mismo lugar y que asistimos resignados, unas veces con júbilo, otras con pavor a ese inusitado encuentro del poeta con poetas y del lector que el poeta es para sí mismo, con el lector que le es desconocido.
Gabriel Arturo Castro se obstina en soportar el encierro, pero vive la aventura de volver a hacer el recorrido, poner su pie en la vieja huella, instalar señas en el mismo muro exornado de caracteres, palabras donadas por los poetas que le anteceden, y que siempre habrán de ser los compañeros de viaje, llenos de mañas, de malicias de mutismo y desparpajo. La pregunta por el tiempo, la pasión por la pérdida, el arrobamiento ante el deterioro de los materiales que inventan el mundo, la conciencia de la degradación y obsolescencia de las cosas, el goce que suscita la certeza de la fatalidad y con ella la iluminada noticia del cambio, de lo que viene y se hará imagen en la palabra, son los temas para ese diálogo, para esa asamblea entre poetas y lectores que parece gestionarse en el libro Día antes del tiempo:

La vida es antigua y redonda, agua inclinada que se rehace y transpone el idioma, el jeroglífico, el cerrojo, el ojo de la pestaña recta, el pulso deforme y la farsa de la carroña vertical, el frío obstinado que sepulta soles. La geometría es un trabajo de cincel y de eterno arpón. Debajo del agua hay un triángulo, un trébol, la cruz de las palabras agudas, la levedad de las líneas, el límite gris de las piedras. El cuadrante del reloj guiña el ojo, calculamos las cumbres donde conversamos como formas blancas y por algún agujero salimos a recorrer el mundo, el centro de la palabra que palpita, círculo del eco, estación interior.
No temas al azar, a la adivinación segura, al lenguaje del ángel y su víctima propicia.


En la vieja tradición Budista el mundo es maya, es ilusión, la realidad apenas la amarga certidumbre de la derrota. El saber y el conocimiento son anteriores a la palabra y a lo que ésta transmite, nadie se fía del verbo cotidiano, nadie se ofrece pasivo al vocerío del mercado donde las palabras intercambian mercaderías, los hombres conocen su destino de un modo distinto al señalamiento y a la construcción de la orden. Vida y muerte se dan cita en el instante y eso disuelve el tiempo, le hurta su afán de permanencia. Vida y muerte confunden funciones e intercambian oficios, se divierten en la invención de un inicio y de un punto de llegada. De ese modo la realidad se hace ilusoria. Entonces es cuando el poeta acude en la ayuda del hombre y sobre la ilusión de su habitual tránsito le instala la otra ilusión, ese mundo real que pone en funcionamiento el poema.

De este modo Gabriel Arturo Castro nos entrega un legado para celebrar.