Los Derviches Giróvagos


A continuación uno de los textos del libro Escribir el silencio, ensayos sobre poesía y mística, del escritor santandereano Jorge Cadavid (Pamplona, 1962) publicado recientemente por la Universidad EAFIT, de Medellín.

Por Jorge Cadavid

El movimiento perenne de los astros, los electrones y de todo el universo le parece al Derviche dominado por un polo, centro energético que afirma la cohesión de cada ser y establece la coherencia del todo. La danza es la ciencia del equilibrio que es capaz de medir la energía espiritual del cosmos. No hay nada que no gire en el espacio. La creación de la materia es una danza cósmica constante. Lo que mueve al místico danzante es Dios, ritmo último del universo: “Dios se conoce a través de mí, y yo lo conozco en la medida en que me convierto en Él, en este baile sideral. Dios se piensa en mí, si soy Dios pensándome”.
Claude Huart define al sufismo como el “panteísmo oriental”. Sin embargo, la poesía y la danza sufitas no toman simplemente la forma de especulación panteísta, sino que el panteísmo se apropia de la fe y la pasión transmuta el pensamiento especulativo en místico. Para el Derviche pensamiento metafísico, experiencia mística y expresión poética son inseparables.
Xallal ud-din Rûmi (1207-1273), el célebre sufí de Konya, mejor conocido por el nombre de Mawlana (el bizantino) descubre a los treinta y siete años, tras perder a su gran amor Sams Tabrizi, que “de la mezquita se podía pasar a la taberna, de la religión al rito, del saber a la embriaguez danzante”. Supo que “el vino sustituye a la tisana”. Sus ideas más audaces expresan el vehemente deseo de Dios. Toda la naturaleza es espejo de Dios, pero se necesita la mirada para descubrir en Él su imagen. Más allá de la imagen y de las palabras, más allá de los conceptos racionales, está la mirada interior, una mirada enamorada que se descubre en el fondo de sí misma. Esta mirada no se fijará más que en Él, apartando de su vista todo lo que no es Él; así todo no es sino transparencia teofánica: “Él por mí, viéndose a Sí mismo y yo por Él convirtiéndome en su mirada”.
Rûmi dirige la madraza (escuela de danza) que él mismo fundó. Vestido de luto, no hallará otra consuelo sino en el sama (baile celestial), rodeado de Derviches y músicos. El canto y la danza lo predisponen al éxtasis. Un discípulo le sugiere, entonces, que escriba su enseñanza. Su obra se convertirá en el Masnavi, exuberante poema de veinticinco mil dísticos que Henry Corbin califica como una “inmensa rapsodia mística persa” escrita por el “más grande poeta místico del Islam”.
La separación misteriosa de su amado –dirá su hijo Sultán Walad- enajenó a Rûmi, por amor perdió cabeza y pies. Día y noche bailaba la sama y se volvió en la tierra igual a un astro que gira en el firmamento. En su Diván, compuesto por mil setecientos sesenta y cinco ruibaiyats (“Odas a la embriaguez divina”), el poeta expresa así la operada consumación:

¿Por qué estás continuamente
persiguiendo sombras?
¿Qué quieres lavar en tus ojos
con tu sangre?
Eres Dios de los pies a la cabeza
¿Qué buscas, ingenuo
más allá de ti mismo?
Yo soy Él y Él es yo, ¡oh, buscador!
Puesto que soy Él, ¿qué buscaría?
Yo soy Él mismo y es de mí de quien hablo
Yo soy de cierto mi propio acechador.

La identificación de Mawlana con Sams Tabrizi es tan total que el poeta termina firmando mucho de sus versos con el nom de plume de su amigo. En 1247, Rûmi sufre otra anagnorisis, el Derviche perdido, escucha al cruzar un día por el zoco, en el barrio de los orfebres, el batido de los martillos forjando el metal. Cada martilleo rítmico sobre la lámina de oro, ahora repite, ominosamente, el nombre sagrado: Alá, Alá. Fuera de sí, comienza a girar en medio de la calle. Despojándose del manto, con los ojos cerrados en el “mar de Dios”, apoya la cabeza en el hombro derecho. La danza de los planetas en torno al sol paulatinamente se confunde con el golpeteo del corazón en su pecho arrobado. El poeta Rûmi, tras haber vivido el vaciado de sus Odas místicas, gira y gira ahora sobre sí mismo, al compás del nombre de Alá en una danza embriagada: “Aligeraos bailad, oh sufíes, tejed con levedad vuestros círculos”. En la danza del Derviche Giróvago, Mawlana describe el movimiento giratorio del mundo y sus planetas: “nuestras músicas son el eco de los himnos de las esferas, que cantan en su revolución”. Vida y tiempo rotan en una danza perpetua: comulgar con ellos es unirse a la sama. Estamos, en esencia –y siempre de acuerdo a la hermosa leyenda-, ante el baile giratorio que habría de institucionalizarse entre sus discípulos meulevíes después de la muerte del fundador de la Orden en 1273. La Orden Meuleví habría de extenderse más allá de las fronteras de Anatolia a distintos puntos del imperio islámico.
El rito del iniciado comienza al despojarse del traje civil y revestir el hábito: blusa, chaleco y falda acampanada blancos, faja de color que los Derviches se ayudan a ceñir entre sí, manto de algodón en el que majestuosamente se envuelven, para tocarse al fin con un cilindro de piel de ocre. El color blanco de la túnica simboliza la mortaja o sudario; el manto negro con el que se cubren, la tumba; el gorro cilíndrico marrón, el cipo o columna fúnebre que en los cementerios otomanos remata el sepulcro. La danza celestial –sama- es para el Derviche girador una ciencia que incluye una metafísica, una ética y una hermenéutica.
La sesión se inaugura con el recitado de una plegaria: azoras del Corán, poemas del Diván de Mawlana y una oración especial por el Profeta. Acompañados por el sonido de la flauta, los Derviches giran tres vueltas en sentido inverso a las manecillas del reloj. Estas evoluciones simbolizan las estaciones del camino que llevan al alma inmadura a la beatitud, al conocimiento y, por último, a la aniquilación.
Flautistas, músicos y cantores intervienen de nuevo, los Derviches se desprenden súbitamente de sus mantos, guardando tan sólo el hábito blanco y los gorros alargados cilíndricos. Uno tras otro, los Derviches, con las manos cruzadas sobre los hombros, saludan al maestro que preside la ceremonia, parecen liberarse de sus invisibles cadenas: reciben su instrucción silente. Acto seguido, extienden los brazos con la palma derecha hacia arriba (hacia los cielos, dispuesta a recibir los dones divinos) y la izquierda hacia abajo (vuelta hacia el polvo), inclinan levemente la cabeza sobre el hombro derecho, empieza la danza.
Espíritu y materia quedan metafóricamente unidos en el escorzo físico del danzante. Juan Goytisolo describe poéticamente el fenómeno: “El Derviche se abandona a la ebriedad con ingravidez inefable, sus manos languidecen como pétalos mustios, sus ojos se tornan ciegos, la flotante cabeza se inclina como anegada en la sutileza del aire. Copo, planeta o átomo, gira delicadamente sobre sí mismo, órbita silenciosa en torno a la ausencia solar”. El Giróvago es como la mota de polvo que gira alrededor del sol, atraída por su inmensa fuerza gravitacional, o como la polilla, que revolotea en torno a la vela hasta consumirse en el fuego de la llama. Y es que la sama de estos “embriagados de Dios” es una danza que no sólo expresa el júbilo del encuentro con el amor indecible, sino que representa también la “aniquilación del ego” que hace posible en encuentro trascendido. Sus túnicas forman los anillos saturnales. Del blanco torbellino de los pliegues deviene la levitación. Las órbitas planetarias pasan de equinoccio al solsticio. El viaje místico del Derviche irá, según los sufíes, del oriente del ser al occidente del no ser.
Coda. Se cuenta que un día Rûmi confesó a sus discípulos: “La música no es otra cosa que el crujir de las puertas del cielo”. Un discípulo crítico argumentó: “Pero a mí no me gusta el sonido del crujir de las puertas”. A lo que Mawlana replicó: “Es que yo escucho las puertas cuando se abren, mientras que tú las escuchas cuando se cierran.”