El tiempo que nos resta de Hernando Guerra Tovar


Por Enrique Rodríguez Pérez

Ante una atmósfera aligerada, honda y móvil, una  lucha poética entre vuelo y sombra se desata. La palabra perfora con imágenes el éter; entre altura y  caída crece la imagen que resiste el tiempo, que nombra  los últimos movimientos del aire, que no sucumbe a la  devastación; sigue el trenzado del cielo y acoge al  lector entre la profundidad del círculo de la ida. 
Es el tono de este poemario de Hernando Guerra Tovar, quien  con el cuidado de la palabra va dibujando un mundo  entre el arriba y el fondo que deja sentir cierto vértigo con una expresión serena. Aquí, entre amanecer y noche crece y decrece un cosmos pleno de míticos duelos: la luz que abre el alba, el ocaso entre las puertas, las fisuras, el nacimiento.
Tres secciones componen este universo dúctil y fino: “De primera ala”, “Señal de sombra” y “Devastación”. Entre ellas, brota la noche y la luz como un vuelo, lo oscuro se entremezcla con el mediodía hasta presentir el término de un ciclo. He aquí el hilo que ata estas imágenes, a la vez, consistentes y frágiles.
En “De primera ala”, despierta la luz y el ala se protege, el poema da paso a las combinaciones entre el viento y la luz, entonces: “El sol inicia ahora su faena. De  inmediato se desata el vuelo, ya confundido con el pájaro y la brisa; el viento como una conciencia invisible replica el clima del inicio, “Se da cuenta que es pájaro”. Viene la noche que restituye la lucha de la luz y la sombra como un fantasma femenino. La sucesiva transformación de viento en luz, en fuego, en llama, en cabellera, va dejando solo una fina huella que se fuga: “Delgada como filo, acierta y se aleja.”
Este será el día para rememorar la niñez como el sitio del regreso, entonces, viene el recuerdo de “Dos hermanos en la tarde de la infancia”.De nuevo en la noche como receptáculo del origen se detiene el tiempo, “No fluye al mar su curso”, y sin embargo, da paso al otro día. Entre guerras y ruinas el tiempo abismal de la noche recompone el mundo; entre la agitación se despliegan los instantes, entre fisuras se resquebrajan y provocan el asombro. Es la oscuridad que protege la “ruina o esplendor en los matices del blanco”. En esta soledad cósmica de la noche, un hombre deja una leve Señal de sombra en el muro”. En el decurso de esta nocturnidad que parece diluir lo real, el soliloquio, el pájaro, el viento, la puerta van conspirando, entre la vigilia y el sueño, para que el día vuelva bajo el reino de lo iluminado. Entonces, el poeta solo espera “Verter la noche en vasija hecha de viento”, de modo que todo se disuelva en el elemento más imaginario, entre la bruma del existir y el desaparecer.
Así queda configurada la "Señal de sombra", segunda sección del poemario. Surge de inmediato una suerte de signos para poblar de sombra el espacio aligerado que ha dejado la noche:

Barro celeste, polvo de nube,
lluvia bendita, trozos de piel ajena.
Versos rumor de río.
Hombres inclinados ante el surco.
Mujeres llevando en sus cabezas vasijas de milagro.

He aquí el tiempo de la vendimia, del acto cotidiano, del grito que captura este fluir entremezclado de idas y apariciones. Como réplica del tiempo que queda, todo vuelve “En círculo como una proeza”.
La agitación perfora la memoria como si el día se la llevara entre la luz para hundirla en la rueda que no se detiene; sólo queda “Un escombro sembrado en el patio de la infancia”. Ya comienza el tiempo a desvencijarse, a desmoronar el viento del inicio. Hasta que esa fuerza planetaria de luna y sol, de encuentro de sombra, gesta el choque, el traqueteo luminoso. Entonces, el sol “Con una sonrisa sin dientes convoca los eclipses”. Ya este es un anuncio de la venida de la destrucción, se presiente el máximo triunfo de la evanescencia, por eso:

Al fondo de la luz una calle ciega.
A la derecha un trono.
A la izquierda, entre clamores y vítores,
un ángel de alas calcinadas señala un precipicio.

Entre desfiladeros y caídas, el poeta sufre esta pérdida. En lucha con la palabra queda perturbado, encerrado en la sombra. Su palabra está ahora capturada en el tiempo “Y el viaje del poema no responde, ya no concita”. El tiempo se deforma, confunde el pasado, el presente y el futuro como río que ya no es tiempo. Se ha desatado el desastre.
El lector llega junto con el poeta a la tercera sección del poema: "Devastación". Se ha anunciado el tiempo que resta para esta devastación; entre sombras y círculos llega el final que aniquila todo. La humanidad destinada a su propia destrucción niega el pájaro, el aire, en fin, toda la naturaleza. Arruina así su propio origen sagrado. Solo “Alguien, tal vez un niño, sabrá de las raíces en la arena”. Solo un vigilante observa el caos, el silencio, el conjuro de estas pérdidas. Lo único que sobrevive es el tiempo de la "desmemoria", “Una soga dispuesta en cada árbol”. Con ello, no queda salida, el ser humano ha conseguido su propia devastación, ha colonizado y saqueado con una ciega violencia su propio hábitat. Es tal la tragedia que su lengua se rompe y revela su angustia cuando pregunta por su destino:

¿En qué tiempo del ser del mar de la tierra el huracán
torre derruida árbol sin nido playa sin arena

esta devastación?

¿Qué tiempo queda para el dato final, para el último estertor del viento? ¿Hay aún esperanza para detener este naufragio planetario? Es el asunto de la poética de Hernando Guerra en este sutil pero profético poemario. Logra aligerar la angustia, pero el lector queda sobrecogido por la experiencia, al parecer ingenua, del poema, pero que porta un anuncio trágico. De algún modo llama a sus lectores para que, avisados de la devastación, cesen de destruir la naturaleza, lo sagrado y su propia existencia. Queda el desgarramiento del instante, el signo de la escritura capaz de nombrar el nacimiento de un tiempo que puede alertar y hasta detener esta destrucción:

Instante donde todo milagro se consuma:
danza del silencio quemando la palabra
en la hoguera del grito.
Hora incierta que desborda en tinta, signo y fuego.
Hoja de luz apagada.

Instante donde todo milagro se consuma:

El único tiempo que existe.