La arqueología del saber como nihilismo lingüístico


PorJuan Carlos Arboleda*

El ensayo del autor Michel Foucault La arqueología del saber, como desarrollo y explicitación del ensayo Las palabras y las cosas, es, guardadas proporciones, temáticas y estilos, el Ecce Homo de Nietzsche: son libros que se escribieron para explicarse los autores a sí mismos, produciendo el efecto contrario: más confusión y más turbación. Miremos, en el caso específico que estamos tratando de Focault, por qué.
En la conclusión de su tremendo ensayo La arqueología del saber, Foucault mismo nos dice…
“Me he obligado a avanzar porque ahí estaba lo esencial: liberar la historia del pensamiento y su sujeción trascendental. Se trataba de analizar esa historia en una discontinuidad que ninguna teleología reduciría de antemano; localizarla en una dispersión que ningún horizonte previo podría cerrar; dejarla desplegarse en un anonimato al que ninguna constitución trascendental impondría la forma del sujeto; abrirla a una temporalidad que no prometiese la vuelta de ninguna aurora. Se trataba de despojarla de todo narcisismo trascendental; era preciso liberarla de ese círculo del origen perdido y recobrado en que estaba encerrada…”
Tremenda expresividad poética adquiere Foucault al destituir una filosofía de la historia (presa de teleología) para, como Nietzsche, filósofo del martillo, hacer una anti-filosofía-de-la-historia, que libere al devenir de prejuicios, tales como, teleología, continuidad, origen trascendente, teología, fin trascendente y sujeto trascendental, entre otros.
La historia es discontinua y no tiene un fin providencial.
Ahora bien, surgen los siguientes interrogantes:
¿Cómo así que lo esencial es descubrir nuestra in-esencialidad original o final? ¿Esto no sería nihilismo positivista lingüístico? ¿Para qué una libertad sin fin alguno? ¿Para qué buscar significaciones si en últimas nada significa? ¿El único significado es que nada tiene significado? Y de todas formas ¿entonces el único enunciado significativo sería el que expresara “nada tiene significado”, haciéndolo, paradójicamente, como el único enunciado significativo? ¿Lo anterior no es más limitante y más reducidor que la propia metafísica?
Los “derechos de una historia continua” (con fin y sentido), de una “teleología”, de una “teología”, de un “origen fundamental”, de un “fin trascendente”, de un “sujeto constituyente”, un “sujeto esencial autor de obras y de historia”, de un “logos final” del tiempo, es claro que, han sido destituidos.
Foucault agudiza la crisis de la metafísica iniciada desde Kant y finiquitada por Nietzsche. Su “arqueología”, que es un perfeccionamiento del método genealógico nietzscheano, critica a la “temática del origen (su pureza esencial); esa promesa del retorno”; al pensamiento antropológico que reduce su diversidad al “ser del hombre”; así como a todas las “ideologías humanistas” en las que interviene el “estatuto del sujeto”, esto es, a la metafísica de la subjetividad (soliphismo cartesiano del coquito).
Si las “epistemes” (¿ciencia, filosofía, historia?) son un discurso sobre los discursos, éstas operan en un “desparramiento que no responde a unos ejes absolutos de referencia; se trata de operar  un descentramiento que no privilegia a ningún centro”.
Si la metafísica es centrípeta, la arqueología es centrífuga.
De una metafísica de la identidad, del “sujeto libre soberano” (del cual Foucault sonríe sardónicamente), pasamos a una ciencia (denominación provisional porque no sabemos qué es) de la alteridad, las discontinuidades, los desvíos. Y esto es hablar de una ciencia que le da al azar un máximo estatuto.
Si la filosofía es memoria, recuerdo y retorno (Platón), las “epistemes” (concepto técnico contenido en la Arqueología del Saber) no son filosofía. ¿Pero entonces qué son dichas disciplinas del espíritu atravesadas de rigor, método, objeto y cuerpo conceptual, si no son ni filosofía, ni ciencia ni historia? ¿Será una semiótica y una lingüística extrema que ha destruido la ontología y ni siquiera nos deja el “ser del lenguaje”?
¿Y si nunca existió un “sujeto psicológico” ni un “sujeto fundamental ontológico”, ¿sobre qué libertad y qué identidad se apoyó Foucault para decir esto? Tal vez, por eso, porque Foucault se niega, con terquedad escéptica, a ver una identidad psicológica o una identidad ontológico-histórica, es que él mismo no quiera bautizar sus epistemes, a su arqueología del saber; total, los sustantivos son las primeras trampas de esa “identidad civil” que tanto ha atormentado a Foucault, y en donde no se quiere dejar encasillar.
Total, esa destitución del “sujeto esencial fundamental”, del “sujeto de la autonomía de la voluntad”, le esté quitando el derecho a los “creadores” de sentirse creadores y por supuesto, autores de sus obras.
¿Frente a la soberanía del logos, la libertad, la creatividad, la genialidad? Un conjunto de reglas anónimas, unos “territorios y dominios enunciativos”, unas “formaciones discursivas”. ¿En términos de Nietzsche? Destino y sólo destino.
¿Las palabras con las cuales le intentamos fijar un sello de eternidad a nuestra identidad (nombre que nunca elegimos al momento de nacer, pero que, aparece como el sustantivo padre de todas nuestras obras) son, para Foucault, “inmortalidades sin sustancia”, cuando en realidad “las palabras son viento, un cuchicheo exterior, un rumor de alas que cuesta trabajo escuchar en medio de la seriedad de la historia”.
Su nihilismo no podría ser mayor: nuestro combate con el tiempo está perdido de antemano porque ese cerebro que pensó y esa mano que dejó signos escritos, decaerán a la irremediable nada. Pero, precisamente, ¿no es por los signos, la ilusión del espíritu, que la vida nos retiene en sí misma salvándonos del nihilismo? ¿La función de la verdad, acaso, no ha sido, precisamente, salvarnos del nihilismo de la historia? ¿No han sido las palabras, el hilo de Ariadna que nos sacará del laberinto y nos salvará del Minotauro?
Porque para enunciar y denunciar nuestra no-libertad, necesitamos un mínimo de libertad; para ver que no somos los “autores” de una obra (significante de una “episteme”, de unas “reglas de formación específicas”), necesitamos de un mínimo de creatividad.
Resulta irónico que, Michel Foucault, encargado de la cátedra de la historia de los sistemas de pensamiento, terminase creando una “ciencia” que destruiría la trascendencia de éstos, así como la trascendencia de cualquier tipo de discurso, salvo, claro está, el discurso de la arqueología del saber, de las epistemes, o el discurso de la intrascendencia del discurso.


*Músico y escritor colombiano