La novela Exodus


Por Pablo Alfonso

A continuación un fragmento de la novela Exodus de Pablo Alfonso, publicada por la Colección Los Conjurados, cuyo tema es la violencia desatada tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en Colombia.

1952, Elvia

El dolor que lo trituraba era el dolor de dejar su tierra; miraba uno a uno los árboles que habían nacido para resguardar la villa

Mientras mi madre y yo le limpiábamos las heridas a mi padre. Poníamos el rojo vinagre en las peladuras moradas que se le habían formado después de la golpiza. Eran peladuras con sombras extrañas en los ojos pequeños. Tenía las mejillas hinchadas, los pómulos huesudos como los pómulos de los muertos, la cara era una masa informe, él en una semiinconsciencia apenas se quejaba, sacaba unos ayes desde lo más profundo de su dolor, desde lo profundo del rencor, desde las tripas, desde el cansancio, desde los tiempos en que se desataría una confusa forma de imponer las ideas, una forma de mandar y de estar en el poder. El pantalón claro de mi padre estaba manchado de sangre color ocre, Mercedes mientras tanto preparaba un caldo de papa con costilla de res, ponía los discos del fogón en la estufa y hurgaba con una varilla el rescoldo que quedaba de las maderas de carbón utilizadas, carbones que poco a poco se convertían en cenizas grises un poco blancuzcas. Aunque ella era una niña (joven) ya tenía práctica en esos menesteres, las cenizas muertas se elevaban en la medida en que mi hermana hurgaba lo profundo de la estufa, se le impregnaba en el pelo y lo volvía ceniciento también.
Mi padre se sentó en el rellano de la casa, después de comer a medias (no podía masticar bien) y en la medida en que masticaba los alimentos simples el dolor físico lo trituraba a él hasta lo profundo de su alma, hasta su desconsuelo y su resquemor que habían surgido de los intersticios de sus vísceras; tenía la mirada perdida en el infinito y sus manos protegidas dentro de la ruana, el dolor que lo trituraba era el dolor de dejar su tierra; miraba uno a uno los árboles que habían nacido para resguardar la villa, que habían parido por sí mismos para vigilar la tierra, para abundar de verdes y extasiar el paisaje; “a donde vayamos el cielo ya no será el mismo cielo”, me dijo con voz suave y nostálgica. Su rudeza se había convertido en tristeza, y mientras comía nos dijo que de pronto teníamos que partir, que teníamos que irnos de aquí, dejarlo todo.
Desde que el viejo se conoce ha estado en esta tierra. Aquí forjó su mundo y aquí descubrió la vida, este era su territorio, su entorno y el de todos nosotros, bueno al fin y al cabo nosotras, Mercedes, Anita, y yo así como los muchachos, Luis y Alcides, nos podemos aventurar a nuevos horizontes, cambiar de cielo, y será fácil, eso dice mi tío: “Al joven todo le parece simple y explorable, porque el viejo ya sabe qué es qué y quién es quién”, pero mi viejo y mi vieja ¿qué será de ellos? y de los perritos que siempre nos han acompañado, ¿cómo podrán vivir en un lugar distinto?, extrañarán su territorio y se morirán ¿para dónde iremos? ¿A qué lugar vamos a parar? A un lugar en donde no haya violencia. ¿Y dónde está ese lugar?, ¿dónde está ese paraíso? En todos lados en donde el hombre está hay salvajismo dice la profesora Martha, el hombre se ha dejado poseer por las pasiones y los deseos, el hombre desde todos los tiempos ha sido iracundo, lujurioso, avaricioso, glotón, perezoso, envidioso y soberbió, aunque hay personas buenas siempre ha existido la maldad en el mundo.
Para huirle a la violencia deberíamos huir de nosotros mismos. En la escuela me han enseñado a reflexionar y me gusta pensar en lo que es y en lo que puede ser, en lo que pasa y en lo que pasará. Aquí en el campo cuando se descansa de las labores y de las tareas del colegio, se puede quedar extasiado mirando el horizonte y mirando el cielo y mirando los ríos de aguas cristalinas y pensar. Hay que ser reflexivos. Mi padre no reflexiona mucho porque tiene actitudes muy primarias, muy salvajes, pero aun así ya está pensando en lo duro que será para él dejar los prados y los valles, y sobretodo el silencio, “donde voy a encontrar este sagrado silencio”, dice, y ahí sí reflexiona; tal vez me apresuré al comentar que mi padre no lo hace, porque creo que todos los seres humanos reflexionamos, mi padre reflexiona y luego se recoge en sí mismo. Todos estamos como si estuviésemos en un funeral, como si estuviéramos perdiendo algo que es parte de nuestra propia vida, como un vacío que llega hasta la profundidad de nuestro ser.

Cuando nació Enriquito todos estábamos felices; el niño aunque llegó al mundo bajito de peso, era muy largo de extremidades y muy enfermito. A los pocos días cuando ya empezó a vislumbrarse su apariencia dejó ver unos hermosos y grandes ojos azules y cabello rubio, y además era sonriente, solo de ver la vida era sonriente. Mi madre al principio estaba muy demacrada. En el momento en que salió la partera de la casa y nos dijo que había nacido el niño yo entré y lo miré, estaba muy pero muy pequeñito y hacía unos gestos con la lengua (como que se la sacaba) y hacía redondos los labiecitos como si fuera a silbar y tenía los ojos cerrados; lo miramos mucho tiempo mis hermanas, mis hermanos y yo, y no podía comprender cómo es que de una personita tan pequeñita e insignificante el ser humano se convierte luego un hombre hecho y derecho, grande e inconforme con la vida, grande el hombre y grande el sufrimiento; “todos venimos a sufrir”, dice mi padre en sus etapas reflexivas; mi madre se veía pálida y con el cabello pegajoso como si lo tuviera entre la melcocha, y también tenía las manos supremamente pálidas. Cuando estábamos mirando a nuestro nuevo hermano entró mi padre y lo miró casi por encima de nosotros y luego salió sin pronunciar palabra, ¿qué le pasaría por la cabeza, qué pensaría en estos momentos tan importantes? Creo que los padres no piensan sino en sus cosas, como por ejemplo en tomar licor los sábados y los viernes y en jugar con los amigos, en trabajar, en la tierra, siempre piensan en la tierra, creo yo, y al ver a mi padre mirar sin un ápice de ternura a nuestro nuevo hermano me dio temor, temor y soledad; su figura ahí al frente alta y con sus ojos claros como los del niño y con su cara a medio afeitar y su masticada de chicote interminable, y su seriedad y su silencio, ese era mi padre. Y mi madre lo miraba con temor sin decirle una palabra. Mis padres se comunicaban siempre con el silencio. Ni siquiera un gesto se hacían, mi padre se metió inmediatamente en el labrantío, sucumbió entre la yesca seca que rodeaba los matojos, y penetró en su profundidad como la profundidad del desconcierto que nos dejaba cuando ocurrían estos eventos de gran importancia para la familia. Aparentemente estaba muy ocupado, agachado con una mística acendrada, una dedicación que no perturbaba ni el viento que golpeaba su sombrero de ala ancha haciéndolo doblar, ni el sol que llegaba pleno, convirtiendo todo lo que alumbraba en un amarillo reposado y estático. A veces lo veía desde la ventana pequeña de mi cuarto en medio de una lluvia pertinaz que parecía que le derritiera la piel como cuando las velas goteaban cera por su exterior dejando grumos transparentes y amorfos, pero allí continuaba invariable hasta que terminaba su labor; cuando concluía su ritual se levantaba, tomaba sus herramientas compuestas por un azadón, una hoz y un gancho con la punta doblada y afilada, apta para quitar las malezas, las raíces advenedizas que se metían a entorpecer el desarrollo de las matas benévolas que sembraba con mucha dedicación, y caminaba serio, sereno, alto, erguido, lento, mientras mi madre consentía con dulzura y amor al bebé que no se inmutaba.