Alejandro Obregón


ORIGEN DE UN PINTOR

Por Juan Gustavo Cobo Borda

Publicamos un fragmento del texto de Cobo Borda sobre el esencial artista Alejandro Obregón, perteneciente al libro Ensayistas bogotanos, aparecido en la Colección Los Conjurados y ya disponible en todas las librerías colombianas.

La ola, la borrasca, la conflagración de un cielo que se derrumba sobre un mar inquieto, esa apretada superposición de colores, en veladuras y transparencias exquisitas, en racimos de grafías, que conocen en definitiva su fugacidad, ante el desmesurado espectáculo de una tormenta oscura. De unas nubes sombrías, que apagan todo con la fuerza que el hombre no puede doblegar.
Así la lancha se volteará y Bernardo Restrepo Maya, Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón, Juancho Jinete y el propio Gabriel García Márquez contarán, a su modo, la historia: la del náufrago que flotaba como una medusa y Obregón extrajo del agua literalmente de los pelos y tiró al fondo de la lancha como un sábalo. Historias de navegantes. Ciclones del Caribe. Huracanes, cada temporada, con nombre de mujer, como el Katrina, por ejemplo, hoy en día.
A Obregón le gustaban los riesgos. Medir fuerzas. El ponerse a prueba. El gesto físico que revelaba un carácter, que desde el hombro llegaba a la punta de los dedos para conducir la brocha y trazar así la delimitación de un espacio. El escenario donde la alharaca del trópico buscaba su final resolución en un silencio muy diciente, pletórico de todo cuanto había visto y acumulado.
Un pintor que sabía de memoria mucha poesía inglesa, que había admirado mucha pintura y que rindió homenaje tanto a Zurbarán como a Paul Klee. Que sería muy capaz de irse con León de Greiff al palacio presidencial para decirle a Carlos Lleras que reconsiderara su decreto de expulsión del país de Marta Traba.
Obregón sabía cuándo hacerse presente, en qué momento tomar partida, no propasarse en la obscenidad promiscua de las entrevistas y hablar más bien en tajantes sentencias, un tanto esotéricas, pero debido a su concentración, difíciles de tergiversar: «Dibujar es escribir. Pintar es decir». «Un cuadro no debe representar, debe existir en base a su propia energía». Había llegado a ello, en una larga y laboriosa trayectoria que, por cierto, había sido estudiada bien desde sus comienzos.
En la Crónica de la moderna pintura colombiana(1934-1957), de Walter Engel, que en 1957 había publicado la revista Plástica, en dos entregas, se habla de los primeros cuadros de Obregón exhibidos en el V Salón Anual de Pintura, de 1944, donde ya se destacaba «Retrato del pintor», por su «refinada sencillez», «iniciación de lo que posteriormente íbamos a llamar época gris, o sea el primer estilo claramente definido del pintor que se dio a conocer en Bogotá».
En 1945, en el IV Salón Anual, una pequeña cabeza femenina titulada «Retrato», realizada «íntegramente en brochazos sueltos, enérgicos y audaces»: si se quisiera ya desde entonces una buena definición de Obregón era esta, de sus tajantes ángulos cruzándose sin temor.
Pero es el año 1948 titulado por Walter Engel como «Un año cumbre bajo el signo de Alejandro Obregón», el que opone a la tragedia del nueve de abril, incendios, cadáveres, destrucción, saqueos, el esfuerzo creativo. La respuesta del arte.
Exposición individual de Obregón el 28 de abril en la Sociedad Colombiana de Arquitectos. Su época «oscura», donde prevalecen «pardos, azules y grises oscuros, y el negro. Y prevalece también la constructiva y consciente deformación», que mostrará su admirativo reconocimiento del deformador por excelencia: Pablo Picasso.
Ese minotauro de la pintura al cual, hecho curioso, le rendirá un explícito homenaje titulado «Elegía a Picasso», de 1968, con un hombre-toro a la izquierda y un cóndor a la derecha, como símbolos muy propios de su tributo, y en el centro los negros ojos penetrantes del español y su sólida cabeza calva, sobre un fondo negro. El monarca nunca destronado del arte moderno que en una ocasión en París colgó un cuadro suyo y le dijo: «¡Obregón, qué buen nombre para un pintor!»
Pero en 1948 otros dos hechos merecen destacarse. Luego de Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña y Miguel Díaz Vargas, Alejandro Obregón es nombrado Director de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, que dependía del Consejo Directivo de la Universidad Nacional cuyo rector era entonces Luis López de Mesa. Por su parte, la directora del Museo Nacional, Teresa Cuervo Borda, encargará a Obregón la selección de un gran salón de arte contemporáneo que, inaugurado el 12 de octubre de 1948, se conocería como el «Salón de los XXVI» por el número de participantes.
Donde la vieja guardia, por decirlo así, Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Carlos Correa, Marco Ospina y Alipio Jaramillo, convivirían con las nuevas promesas: Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, Guillermo Wiedemann, Lucy Tejada y Sofía Urrutia, además de Obregón mismo y el escultor Edgar Negret.
El año 1948 concluyó con el «Salón de los Seis», también organizado por Obregón con seis alumnos de la Escuela de Bellas Artes. Escuela que, a pesar de la renovación instaurada (Alberto Zalamea sustituye a Rafael Maya como profesor de Historia del Arte) no parece dar frutos. Ninguno de los seis prosigue ni trasciende.
Sin terminar su periodo como director de la Escuela, Obregón parte con Sonia Osorio en un buque de carga para Francia. Pero ya había dado varios testimonios de su cada vez más sólida vocación pictórica y su presencia pública como animador del arte moderno y las últimas promociones.
A su regreso en 1955 se encontrará con otro mundo. Pero resulta interesante destacar cómo desde el año 1944 los pintores ya conocidos escribieron sobre Obregón en forma elogiosa. Hay notas de Gonzalo Ariza, Marco Ospina, Luis Alberto Acuña e Ignacio Gómez Jaramillo, además del poeta mexicano, residente entonces en Colombia, Gilberto Owen, que así lo reconocen. También lo hicieron los críticos como el ya mencionado Walter Engel, seguidos por Jorge Gaitán Durán, Clemente Airó, Luis Vidales, y el crítico-galerista Casimiro Eiger, más tarde, desde sus programas de la Radio Nacional. No era un panorama tan yermo, como se ha presentado, y la llegada de Marta Traba no hará más que ampliarlo y consolidarlo, con su entusiasmo polémico.
Para referirnos al periodo 1955-1960 Álvaro Medina en su libro El arte del caribe colombiano (2000) hace mención al aporte de los dos maestros costeños, Alejandro Obregón y Enrique Grau, fundamentales en el proceso de renovación.
«Bajo la influencia del cubismo órfico, con vagas reminiscencias del cubismo sintético, influencia resuelta en una figuración cruzada de planos geométricos completamente autónomos con relación a los contornos de los motivos que componían las obras, Obregón y Grau marcaban la pauta, el primero con una vasta serie de bodegones simbólicos que giraban casi siempre en torno al duelo y la muerte; el segundo con su fidelidad a la figura humana, que en 1957, declinó fugazmente a favor de la abstracción pura». (Medina, 2000: 23)
Estos eran algunas de las referencias en que se insertaría el trabajo de Obregón en su primera época que Eugenio Barney Cabrera en una monografía de 1967 titulada «El itinerario de Alejandro Obregón» subdivide en varias etapas.
Hablaría así Barney Cabrera de una primera etapa «naturalista» anterior a 1944 como «El camión rojo» de 1942. De un periodo francés emparentado con el cubismo (1949-1954) y de un periodo «gris» que, según algunos, perdura hasta 1961. Doce años de pintura magistral.
Se intercalan allí épocas oscuras (1948) y periodos (1952-1958) formalista con un tema obsesivo: los objetos simbólicos. Aquí bien cabe la observación de Graham Dixon en su soberbio libro sobre Caravaggio(2011): «Su idea del bodegón no consiste en una reunión de objetos, sino en un teatro de formas» (p. 164).
Los bodegones de Obregón también tienen algo de prestidigitador que monta un escenario donde pueden ir tanto los clavos y el martillo de la crucifixión de Cristo como copas, peces o palomas, cuchillos, flores y frutas. A veces solitarios en su aislamiento; en otras, superpuestos en difíciles equilibrios, pero todos, de algún modo, intentando establecer diálogos y asociaciones, empatías comunicativas. Se consideraba entonces a Obregón como un expresionista romántico, con su contrapunto entre la figuración y una abstracción muy personal y un tanto geométrica que nunca se desprende del todo de la naturaleza. Al contrario, ella estaba siempre ahí, vuelve a ella. La estudia, fragmenta o descompone. La torna prismática. La abre en una indagación cromática que tiene mucho de cirugía colorística, de pregunta para que forma y color expongan sus secretos. El color emotivo, temperamental, y las formas lapidarias pero no por ello menos naturalistas. Aritmética humana que se hará alfabeto en el solitario retrato de su hijo Diego, de 1955.
Pero Obregón semeja un naturalista con perros y flores, sandías o siluetas de peces, en su «Bodegón en blancos» (1954) o de pájaros como en su «Caballito de bronce» (1956) o de su «Gato» (1958). Cruza la tela con toda clase de líneas y sombras, diversas intensidades de color, la opaca, oculta en alguna forma al animal o el objeto o la ubica de modo impensado y poco convencional. Pero siempre está allí.
Siempre la naturaleza late con fuerza o con rabia, como lo atestigua su «Desastre ecológico en la Ciénaga de la Virgen», de 1986, donde el trasfondo es de eclipse apocalíptico, de lunas que se extinguen en medio de ese clamoroso repudio de colores que se disgregan en la ruptura de toda armonía. Donde parecen ahogarse en la muerte todos sus peces y todas sus aves.
Podemos retornar, entonces a las caracterizaciones de Barney Cabrera y a sus «particularidades temáticas», para hacernos una idea del surgimiento de Obregón como pintor y del modo como desplegó sus intereses:
1. Retratos.
2. Los símbolos o temas del litoral o de índole marítima.
3. El tema de la violencia o del drama humano en Colombia.
4. El símbolo del toro y del cóndor.
5. El tema telúrico en general o la voz épica, con utilización del mito.

Símbolo y magia: estas dos constantes del trabajo de Obregón definirían su pintura. En todo caso, la geografía se había tornado emotiva, cargada de fuerza en el lienzo y representaba al país en todos sus extremos climáticos y figurativos, de la barracuda hasta el cóndor. Pero también las formas habían adquirido un dinamismo insospechado, la velocidad de una visión que, de forma simultánea, se desplegaba y se ahondaba. Era el horizonte pero a la vez el primer plano. El nacimiento que brota como un volcán del fondo del mar pero también la clausura donde todo se extingue, y la última flor yace calcinada. Tal el dilatado alcance que logró la pintura de Alejandro Obregón.