Colombia: El país de nuestra imagen


Por Carlos Fajardo Fajardo*

En 1928, en su libro viaje a pie,Fernando González, el filósofo de Otraparte, escribió lo siguiente sobre la mentalidad de los colombianos: “No tenemos ideas; no tenemos sino opiniones; de vez en cuando hacemos un soneto a Cristo Rey y por ello nos envían como diputados”. Páginas más adelante su pluma se torna más incisiva: “¡Pobre país, país de miseria, país del diablo, país negroide, indio, español, sin rumbo y sin consciencia aún! ¡Pobre país en que son condóminos el cura, el bachiller y el diablo”.
La ironía es patética; el sarcasmo mordaz. Y es que la Colombia de la llamada Regeneración, impuesta en la República Conservadora desde 1880, no podía ser más tradicionalista, moralista y provincial frente a las nuevas corrientes de pensamientos liberadores y libertarios como los que se establecían en otros territorios. “Colombia, escribía González, está marchita como planta en verano porque no hay partidos políticos y únicamente hay ladrones que gobiernan sin concepto de patria, que es el de solidaridad con los que conviven bajo el mismo cielo”. Este filósofo “aficionado”, como gustaba llamarse, sabía que “cuando nuestros conciudadanos se ponen a pensar, producen un sonido de cerrojo oxidado”, y que “la gran tristeza es nuestra Colombia de hoy, que ya no tiene energías siquiera para producir revolucionarios. “El clero ha pastoreado estos almácigos de zambos y patizambos y ha creado cuerpos horribles, hipócritas”. Y como una estocada final dice: “Así es Colombia: aquí el que da a luz algo bueno, queda completamente virgen. Pero si se le hace un soneto al Nuncio del Santo Padre, al gran elector, colocan al poeta en la Legación de París”.
Pero si esto afirmaba Fernando González a principios del siglo XX, Emma Reyes, en sus cartas a Germán Arciniegas, escritas entre 1969 y 1997, narra los horrores ideológicos, políticos y religiosos en la Colombia de la década del treinta. En dichas cartas retrata los resultados desastrosos de la Regeneración y de la República Conservadora, retardataria, clerical y patriarcal. Sus palabras son el testimonio más vivo y crudo de nuestra demencia cultural, del atraso no solo económico sino moral, del despotismo y dogmatismo de una doctrina religiosa en contra de la libertad individual y colectiva civil.
Emma Reyes es víctima de un país conventual, terrateniente, gamonal, ajeno a las voces externas de la modernidad y de las vanguardias político-culturales, educativas. Las narraciones de su paso por el convento son escabrosas y conmovedoras. Producen asombro, rabia y tristeza. Las monjas son retratadas como tiranas, explotadoras de niñas huérfanas y abandonadas, doctrinadas con disciplina férrea a través del miedo y del terror. Las religiosas, serviles de la ideología conservadora y simuladoras de caridad cristiana, provocan paranoia y maldad para justificar los castigos. Tal es el retrato del país de los años treinta, de aquel que le temía al diablo, como lo bautizó Fernando González. Escuchemos a Emma Reyes: “Nuestras vidas estaban designadas a dos únicos fines que marchaban al mismo tiempo: trabajar al máximo para ganar lo que nos comíamos y, según las monjas, salvar nuestras almas, protegiéndonos de los pecados del mundo, pero el precio que pagábamos por salvar nuestras almas representaba para nosotras diez horas de trabajo por día”. En otro apartado comenta: “Nuestro único enemigo era el Diablo. Del Diablo sabíamos todo, sabíamos más del Diablo que de Dios. Conocíamos todos sus trucos, todos los medios de los cuales se servía para hacernos caer en el pecado. El infierno también lo conocíamos hasta su último rincón. Teníamos la impresión que podíamos recorrerlo con los ojos cerrados, conocíamos cómo eran las pailas de aceite hirviendo donde el Diablo metía a los pecadores desnudos y luego los sacaba y les quitaba la piel a pedacitos.
Tal vez no hayamos superado en este siglo XXI al país monacal y conventual retratado por Emma Reyes. Quizás seguimos y seguiremos definiendo nuestra cultura con bases religiosas, mezcladas eso si con procesos racionalistas instrumentales del capitalismo neoliberal ecónomo, y con estructuras tecno-mediáticas tiránicas. Aún nos mantenemos como cultura mentalmente sumergida en el convento que describe Emma, llenos de paranoias e idiotizados por mitos de una pre-modernidad vigente, permanente y de reclusión: “las monjas, continúa Emma, hablaban del pecado, el Diablo, el Cielo, el Infierno, salvar nuestras almas, ganar indulgencias, arrepentirnos de nuestros pecados (…) Nosotras teníamos miedo que nos abandonaran por estar en pecado”.
Es el horror de los horrores leer estas páginas maravillosas y crueles de una colombiana internada en el verdadero infierno secular de nuestra cultura monacal. Así fue la educación que recibimos durante años, a la cual debemos la pobreza cultural que padecemos. Bajo estas condiciones se levantó el país y aún sigue sobre estos cimientos. Un gran porcentaje de la miseria moral que mantenemos se la debemos a la educación religiosa que recibimos durante más de un siglo, y a la institución clerical, pues nos alejó de la modernidad encerrándonos en un país provincial, creyente y paranoico, inquisidor, dogmático y resignado, violento por adoctrinamiento, esclavo por aturdimiento.


UNA PERPETUA REGENERACIÓN

A sus 26 años José María Vargas Vila, en un ataque frontal a la Regeneración, afirmaba que ésta no podía existir ante la libertad de la prensa porque “¿cómo defender su origen, su constitución, sus leyes, sus cadalsos, sus robos, sus saqueos, todo ese arsenal de delitos y sofismas que llama sus principios? Imposible”. Tal es el mapa de finales del siglo XIX, tal el mapa de esta segunda década del siglo XXI.
El dogma, el destierro de todo debate de ideas, la invisibilidad de los intelectuales a contracorriente, los predicadores políticos de aldea, la retórica bárbara de los medios y de los periodistas analfabetas, la negación al contradictor desde la academia, es nuestro sino contemporáneo. De allí que, prosigue Vargas Vila, “cuando en un país la libertad ha muerto, no queda ya una Nación, sino una ruina. –Hoy Colombia es una tumba, sobre la cual ondea la bandera ensangrentada de los conservadores, agitada por todos los vendavales, desde el huracán de la ambición, hasta el huracán de la miseria”. Hoy también una gran parte del país sigue siendo una tumba en la cual se escuchan algunas voces exigiendo romper el mutismo, mientras la mayoría de los ciudadanos calla, acepta, o se resigna.
De allí que en Pretéritas, su primer libro político, Vargas Vila ya vislumbraba el futuro de una Colombia víctima de hombres mediocres y ruines, y presentía los años que le esperaban a la patria en medio de los azotes de su historia partidista y sectaria. Lo había escrito en su Diario Íntimo el 23 de Julio de 1910: “Consumí mi juventud, combatiendo hombres y partidos que no valían la pena de mi esfuerzo, y muchos de ellos, no vivirán en la historia, sino por el traje que yo les hice”.
Asediado, desterrado, amado, odiado, admirado por tantos y repudiado por muchos en un país que lo vio como ángel y demonio; férreo opositor de la Regeneración, y especialmente de Rafael Núñez de quien dijo que “tenía la densa oscuridad del abismo”, Vargas Vila arremetió con su pluma contra todo dogmatismo y mediocridad ética y política conservadora e hispano-católica, pues, en sus palabras, “la Regeneración no es un principio sino la negación de todos los principios (…) Es la orgía del despotismo. En uno de esos momentos de seria ferocidad nos arrojó al rostro su Constitución de 1886, (la cual) vista de lejos tiene el aspecto de un castillo feudal en la sombra (…) De lejos inspira horror, de cerca risa (…) Aparición del siglo XVII en pleno siglo XIX, es un fenómeno”.
Las coincidencias con las condiciones histórico-políticas de principios del siglo XXI son grandes; las situaciones muy similares, más, cuando el caudillismo presidencialista colombiano produce un tipo de gobernante retrógrado, dictatorial, doctrinario católico que, similar a Rafael Núñez, es “la personificación terrible de la venganza”, de la maquinación, o como lo escribe Vargas Vila, “hay tiranos de batalla y tiranos de sacristía. Tiberio era un tirano soldado, Núñez es un tirano jesuita”.
La Regeneración produjo estos y otros despotismos demagógicos, oligarcas y racistas. Excluyó de toda posibilidad democrática al pueblo analfabeta, pobre, hambriento. La Regeneración y su constitución, que concentró el poder en un centralismo capitalino y en el clero fanático doctrinario, “no habla de derechos, porque no los reconoce. Pero habla de deberes, porque los impone” (Vargas Vila) Incluso creó “criminales sin responsabilidad, una monarquía disfrazada, la imprenta muda, nada de instrucción, nada de trabajo, nada de luz, retrocediendo casi a un estado primitivo”. Es decir, al oscurantismo histórico que ha envuelto durante casi siglo y medio a Colombia. Tal es la radiografía de finales del siglo XIX: censuras, hogueras, cadalsos, fanatismos, conventos, asesinatos, sombras y más sombras, una “República tísica rodeada de bayonetas”, levantada con un pie en el ejército y otro en el clero, con la prensa y la opinión manipuladas, con “un tirano sin grandeza, déspota sin gloria”, que llamó a los Yankees en su ayuda y permitió que invadieran el territorio y acribillaran a balazos las tropas colombianas en Panamá; que hizo “retroceder al país un siglo”, que cerró las escuelas y abrió los conventos. Este fue, y todavía lo es, el país que retrató Vargas Vila hacia finales del XIX y principios del siglo XX, sobre las ruinas que dejaba la Regeneración.

NUESTRO PATERNALISMO FEUDAL

La revolución invisible, ensayo del poeta Jorge Gaitán Durán, escrito en diferentes entregas entre mayo y diciembre de 1958, “era en última instancia, como lo afirma el poeta, la búsqueda de una política”, en medio del Pacto Partidista que daría como resultado el llamado Frente Nacional entre 1958 y 1974. Para Gaitán Durán su ensayo invitaba a salir del feudalismo colombiano hacia una modernidad capitalista democrática. Tal fue su ejercicio de reflexión, su propuesta de renovación político-cultural. Industrialización y reforma agraria, según Gaitán Durán, eran dos formas de superar la “Edad Media Ladina” y la trágica violencia que ha sostenido la sociedad colombiana durante casi toda su historia republicana.
Nos interesan estas reflexiones, sobre todo porque introducen una aguja sobre la llaga de la cultura patriarcal, moralista, semi-feudal que en los años cincuenta se sostenía en los andamios jerárquicos y hegemónicos conservadores, los cuales todavía hoy son las piedras fundacionales de nuestra tradición política y social. Y nos interesan porque, como intelectual y poeta, Gaitán Durán sostuvo hasta el final de sus días la petición de levantar las creaciones estéticos-poéticas con bases en actitudes éticas, manifiestas en el compromiso por los otros, con la libertad, la crítica, la rebeldía y el inconformismo hacia lo establecido.
Esta correspondencia entre la obra artística y la vida del creador, nada indiferente a los sucesos de su tiempo, fue lo que impulsó al poeta a realizar una radiografía del país-y de su época- con una determinación independiente frente a los dogmatismos y fanatismos políticos y religiosos. Puso, tal como lo anunció en el primer número de la Revista Mito, sus palabras en situación. Precisamente la aventura intelectual de dicha revista sintetizó esas apuestas. Con una actitud independiente, en la cual, según sus propias palabras, existe una profunda unidad entre la labor crítica y la creación poética, donde reflexión y arrebato van juntas, el ensayo La Revolución Invisible analiza la situación colombiana bajo las hegemonías culturales provenientes de la Regeneración Conservadora del finales del siglo XIX. En el capítulo titulado “El Presidente y los Burgueses”, Gaitán Durán, en dura confrontación con las formas autoritarias imperantes escribe: “No puedo admitir que Colombia sea desfigurada por un clericalismo energúmeno (…) No es posible que, mientras el país se desarrolla y supera sus abrumadoras limitaciones estructurales, vayamos a ser modelados espiritualmente por la censura, la intolerancia y el fanatismo”.
Escrito en el año 59 suena muy actual y, por lo tanto, demasiado preocupante. Junto a ello, el poeta observa cómo la burguesía –en especial Alberto Lleras Camargo- posee una “adhesión irrestricta al modo de vida norteamericano”. Causalidad o coincidencia, esta radiografía de la década del 50 parece ser la misma de las primeras dos décadas del siglo XXI. Como una premonición, Gaitán Durán vislumbró lo que Colombia haría cincuenta años después dominada por un neoliberalismo depredador y perverso, embarcándose así en una dependencia económica y cultural donde “la mentira, el conformismo, el desprecio por el pensamiento han sido elevados al rango de instituciones nacionales” .
La petición del poeta de construir un gran proyecto nacional centrado en dos grandes transformaciones: la Reforma Agraria y la Industrialización del País, hoy por hoy ha quedado sin bases y sin posibilidades. Des-industrializado el país y casi con el agro a punto de desaparecer, los prospectos político-económicos de una burguesía moderna y dirigente se disuelven sin pena ni gloria, quedan en la campana del vacío. Hace cincuenta años Gaitán Durán todavía veía posible construir una Colombia acorde a las concepciones de la modernidad ético-política, tal como en otros países del hemisferio se gestaba. Utopía o posibilidad, lo cierto es que el poeta apuntó con certeza a los blancos más sensibles de un país casi feudal, lleno de fanatismos tanto religiosos, militares y partidistas. Dicha “feudalidad, hermética y reconcentrada” produjo una violencia a gran escala durante toda nuestra historia.
Esa es la Colombia que inventamos, la Colombia que padecemos. Así y todo es nuestra imagen de país, el país de nuestra imagen. De esta manera, como en los tiempos de Gaitán Durán, “el espíritu colombiano no ha logrado superar el paternalismo feudal”. Hasta esta segunda década del siglo XXI nuestros procuradores, senadores y fiscales, algunos periodistas, intelectuales, profesores y burócratas, siguen legitimando al país del Índex y prohibiendo discursos de la diferencia como hace más de cien años. En eso estamos, así sobrevivimos. ¡Vaya porvenir!


* Poeta y ensayista colombiano