En un territorio donde la paz probablemente nunca remplazará a la guerra como sí ocurrió en la novela de Tolstoi, apenas nos queda parafrasear al irónico Rousseau, y ante la pregunta: “¿Cómo afectan los políticos a la sociedad?”, responder sin dubitación: “Negativamente”.
A juzgar por las cifras electorales donde resultó vencedor un títere, de nuevo nuestro país siempre gobernado por fantasmas, se enfrenta ante una decisión definitiva, que si lo permitimos prolongará la guerra: la continuación de esa catástrofe incesante enquistada en Colombia desde hace décadas, o ya siglos…
Y si no lo evitamos a tiempo –el 15 de junio–, la cultura del odio volverá a imponerse y el aciago personaje que lee la psiquis del país esquizofrénico, extenderá su estela de sangre como lo han hecho otros caudillos, que han dejado su impronta como devastadores cometas.
En consecuencia ante el callejón sin salida impuesto por “ese error que es la historia”, para decirlo con palabras de Octavio Paz, creemos que ya no es hora de evaluar el fracaso de algunas de las políticas de Juan Manuel Santos, que sin duda lo han llevado a ese desgaste ante la opinión pública, pues el debate ha entrado desde ayer a un estadio más radical: el de la Paz o la Guerra.
Y como creemos que la opción belicista ha fracasado durante cincuenta años (incluidos los 8 de Uribe), es necesario elegir la esquiva paz, antes de que regrese el oscuro jinete con su sed de venganza y continúe sus arrasamientos morales y sociales, imponiendo la única paz que le interesa: la paz de los sepulcros.
A continuación un texto de Carlos Fajardo, donde el poeta y ensayista reflexiona sobre nuestro país premoderno, o más exactamente feudal, condición ésta, según se vislumbra, insuperable.