Espiral al Sur

De Espiral al sur y otros relatos de la noche,Premio CEAB a mejor libro de cuento 2012, del escritor boyacense Carlos Castillo Quintero (Miraflores, 1966), reproducimos una de sus más notables ficciones.


Por Carlos Castillo Quintero

Miedo es lo que debe tener la vida
 Caifanes
I.
Santiago se había quedado dormido con una copa de vino en una mano, y un cigarrillo encendido en la otra. Una mueca de indeleble melancolía atravesaba su rostro. Sentado en una banca alta, mantenía un equilibrio precario. Su melena suelta luchaba por irse con el viento cálido de la noche: Buenos Aires a esa hora parecía una niña asaltada por la primavera. Desde aquel balcón, en un décimo piso, sentí más cercanía con las estrellas acosadas por las luces de la ciudad, que con los faros anónimos de los carros que pasaban por Corrientes, abajo, muy cerca del infierno. Habíamos estado bebiendo y fumando desde que nos encontramos, hacia el mediodía, cuando me recogió en el aeropuerto.
—Parcero, ¿trajiste pechecito?
Claro que le había llevado pielroja. No tanto como quería, pero sí dos o tres paquetes. El resto del encargo me lo había estado fumando en Mendoza, durante los tres días anteriores, para sobrevivir al Congreso de novela negra al que me habían invitado.
Le ofrecí un cigarrillo del paquete que tenía empezado, y Santiago me brindó el primer fernet de mi vida.
—Mirá, es una nota ritual, alcohol con hierbas. Se tiene que rendir con Coca-Cola o si no lo jode a uno —dijo, y me entregó una botella que había preparado para mí.
Más peche, más fernet, un matecito, un merlot, quesos, pasta, pan de ajo, más vino, más peche…
—¿Y Carolina dónde está?
No le había preguntado antes esperando que me contara.
—Ella no está más —dijo.
Se levantó. Se quitó el sombrero, se soltó la melena. De su mochila sacó la quena y se puso a tocar. La barba, el pelo que le llegaba casi a la cintura, y la expresión de amargura se me antojaron las de un Cristo. En mi cabeza busqué un nombre que le cuadrara: Señor de la Sacrosanta Nostalgia…, y ya lo estaba instalando en un altar cuando interrumpió su arrebato musical. Preguntó:
—¿Vos sabías, no?
Y su mirada me atravesó. Fue hasta el final del mundo.
—No, no sabía —contesté, y era cierto. Bueno, algo sabía, pero sin detalles.

II.
Una niebla triste flotaba sobre Bogotá. Hacía ya nueve meses que no trabajaba de noche, pero me había quedado la costumbre. Como no podía dormir salía a dar vueltas por la ciudad, en la moto. Allí, en ese amanecer, de la niebla salió primero su mano, y luego ella, toda, pidiéndome un aventón.
Mientras la llevé, al oído me contó que se llamaba Carolina, que trabajaba los fines de semana en un bar de la Ochenta y Cinco, ahí, cerca de donde la había recogido, que estudiaba Literatura en la Nacional, y quería ser igualita a Alejandra Pizarnik.
Yo no le escuché nada. El casco y la llovizna que comenzó a caer me lo impidieron. Cuando llegamos a su casa, un conjunto residencial cercano al Portal Norte, puso un papelito en el bolsillo de mi chaqueta.
—Es mi número Fede, por si quiere llamarme —gritó, y se fue corriendo, custodiada por la mirada de un portero negro que se me figuró enorme.
La llamé inmediatamente.
—¿Fede?
—Claro, yo sé quién es usted, por eso le pedí que me trajera.
Al día siguiente almorzamos. Me volvió a decir todo lo que no había escuchado antes. También me contó que me había visto en una ocasión en el show del Boheme Royal Stripper, y que mi moto —una Harley roja— era inconfundible. Le dije que ya no trabajaba en eso.
—Lástima —dijo, y sonó sincera.
Salimos un par de veces más. Carolina era puro fuego, vida. Me sentí viejo, cansado, y el asunto no funcionó. Igual toda mi energía la tenía empeñada en terminar «La Muerte viaja rápido», mi primera novela. Meses después apareció Santiago, y desde la primera noche se fueron a vivir juntos. Para entonces ya compartíamos afinidades literarias y nos seguimos viendo. Nos hicimos amigos los tres.

III.
Santiago prendió otro peche y comenzó:
Vos sabés que Carolina siempre cantó bien. Como estábamos recién llegados y la situación estaba dura, buscamos trabajo por San Telmo, en un café español. Allí conocimos a un torero gitano que había sido famoso por allá en los noventa, pero que ahora estaba medio inválido gracias a una cornada. El pelotudo ese tocaba guitarra en el café, y lo hacía muy bien. A ella le gustó el tipo desde el principio.
Hizo una pausa. Sirvió más vino, fue hasta el balcón y con fuerza derramó su copa contra el cielo.
—Gracias por ese sol, así nos hacés más miserables —dijo, y se quedó un rato, mirando, a ver si de arriba alguien le respondía.
Y continuó:
Vos sabés que eso a mí no me importa. El asunto es que el torero era un borracho y Carolina se fue alcoholizando bebiendo manzanilla con él, se le dañó la voz, y yo no quise tocar más con ellos, y nos quedamos sin trabajo. Ella se fue a vivir con el tipo, y hasta ahí todo bien. ¿Me seguís?
Yo, mientras tanto, había recorrido el apartamento. Las paredes estaban repletas de afiches que anunciaban eventos de cuentería, narración oral, lectura dramática y cosas parecidas. En todos los afiches aparecía una mujer gruesa, vieja, imponente: María Gavilán. Le miré el cuello, los hombros, la nariz, los tobillos… y llegué a la conclusión de que era un hombre.
—¿Y este tipo quién es?
—Pero en qué andás parcero, te estoy echando el cuento de Carolina y vos en otra cosa. No jodás. Y ese no es ningún tipo, es la dueña de este apartamento, mi mujer.
Le serví otro vino, me senté, prendí otro cigarrillo y le pedí que continuara. Y continuó:
Después supe que Carolina estaba dando clases en un Instituto, que organizó un Taller Literario, y hasta inició con una Hoja de Poesíaque se vendía bien en las librerías de Cerrito y Callao. Todo eso en menos de seis meses. ¿Me seguís? Por entonces el que estaba bien jodido era yo, la música no me daba, hasta que se me ocurrió retomar el trip, trip, trip de Chaparro Madiedo que vos me habías enseñado una vez. ¿Te acordás? Pues sí, me metí de cuentero con «Opio en las nubes», hice un montaje con 10:15 Saturday Nightde The Cure, como fondo musical y fue una sensación, si vos hubieras visto. Las cosas mejoraron y en esas conocí a María Gavilán, y no me preguntés cómo, pero terminé viviendo con ella. Lo bueno es que se la pasa viajando y yo aquí vivo como si ésta fuera mi casa, solo, tranquilo. Ahora mismo está en México y no regresa sino hasta dentro de quince días, así que te podés quedar aquí el tiempo que querás. Pero te estaba contando de Carolina: cuando mejor le iba, todo se le volteó. No sé bien cómo pero el gitano, ¿te conté que era cojo?, cayó a los rieles del subte (dicen que lo empujaron, y hasta culpan a Carolina: dizque estaban bien ebrios) y de él no quedó ni el cuento. Carolina se volvió una mierda y resultó viviendo aquí, conmigo y con María Gavilán, que puede ser vieja, fea, y parecerte un tipo pero que de pendeja no tiene un pelo.
—Se queda, por unos días, pero si te metés con ella se van ambos —dijo.
Y así fue: quise meterme con ella y nos fuimos ambos. ¿Me seguís? Lo intenté todo pero Carolina no quiso nada conmigo. María nos echó. Vivimos unos días en unas residencias para artistas que son un hueco, y allí Carolina se mezcló con un tipo que vos conocés: el Boris Aguafuerte, un hablamierda que se las tira de poeta y que vivía dando tumbos por la Candelaria. ¿Te acordás de ese marica? ¿No estuvo con vos en el Taller del Ministerio? Pues Carolina se fue con ese man y yo quedé otra vez en la calle, con decirte que pasé varias noches por San Nicolás, tocando quena, durmiendo a ratos, con un solo ojo porque la cosa por ese rumbo a veces se calienta, y poniendo el sombrero, llenándolo de malparidez. Allí me encontró María Gavilán y me regresó para su casa. ¿Decime, te acordás del Boris?
—No, no me acuerdo de ningún Boris —contesté, cansado del cuento.
Se nos había acabado la provisión de vino y de fernet y salimos a comprar. Fuimos a media cuadra, a la tienda de un oriental —chino o japonés, qué sé yo— que empacó las cosas a una velocidad que hubiera envidiado un súper héroe, recibió el dinero, nos dio el cambio y quedó listo para atender a un nuevo cliente, pero en el sitio sólo estábamos nosotros. Le pregunté por el precio de unos alfajores y me empaquetó una caja sin querer enterarse si la iba a llevar o no. Salimos de allí y me sentí culpable al ver la energía y disciplina con la que aquel menudo Jackie Chan trabajaba, mientras nosotros habíamos matado la tarde hablando de una mujer que de seguro ya ni siquiera se acordaba de nosotros. O por lo menos no de mí. Santiago sólo quería seguir hablando de ella. Y siguió:
El caso es que la nena fue de mal en peor. Con el gitano se había alcoholizado y con el tal Boris empezó a meter de todo, hasta joderse definitivamente. Dicen que parchaba en Lavalle, o por Pueyrredón, y hasta en el Chacarita ofreciendo una sacudida a cambio de monedas. ¿Me seguís?

IV.
Ya eran las siete y media de la noche, pero aún quedaban rezagos de luz. Parados en el balcón, mirando el cielo, pensé que Santiago tenía razón y que el culpable de toda esa belleza trabajaba así de bien solamente para hacernos sentir miserables. En el portátil sonó Miedo, de Caifanes, y me acordé de Joanna. Siempre que suena ese tema me acuerdo de Joanna. El ¿Me seguís? de Santiago no se hizo esperar. No, no lo seguía, desde hacía rato no lo seguía. El cansancio del viaje y las jornadas de Mendoza cayeron sobre mis hombros de una sola vez, como una montaña. Ahora sólo quería descansar, dormir una semana seguida, una noche completa, por lo menos.
—Te dije que la loca ahora se ofrece en internet. ¿Entendés?
Esa última frase, la risa nerviosa de Santiago, y la palmada en el hombro, me regresaron a la conversación.
—¿Tenés luquitas para eso?... si querés la llamamos.
Me costó un pielroja completo asimilar lo que Santiago me estaba proponiendo. Carolina está putiando en Buenos Aires, pensé, repetí en mi cabeza, hasta hacerme a la idea.
—Llámala, dile que estoy aquí. Seguro no va a querer venir —dije, no muy convencido, ni de una cosa ni de la otra. Igual, yo conocía bien ese negocio: si había plata, habría puta, Carolina o como quisiera llamarse.
Creo que nos bebimos todo el vino del Jackie Chan de Corrientes. Carolina dijo que quería escuchar a Bob Marley, y solo a Bob Marley, y fumar ganya, y peche, y más ganya, y bailar, y volverle mierda la casa a Mario Gavilán.
—Sí, yo sabía que esa vieja marica era un tipo —dijo, cuando yo hice el comentario, y el resto de la noche la llamó Mario: Mario Chulo, Mario Cóndor, Mario Carroñero…
—Vamos —dijo, me tomó de la mano y me jaló para el lecho nupcial de Mario Buitre.
Le expliqué que quien la había llamado era Santiago. Que yo sí quería verla, pero no para eso. Sino para verla, para saber cómo estaba. No más. Que no se preocupara por el dinero. Que yo le pagaba.
—Vos siempre me sacás el culo —dijo, le hizo una seña a Santiago, y entraron al cuarto.

Media hora después, él y yo estábamos otra vez en el balcón, mirando el cielo. El viento cálido de la noche porteña se había llevado a Carolina. Quise contarle a Santiago cómo me había ido en Mendoza, entregarle un ejemplar firmado de «La Muerte viaja rápido», la novela que él (y Carolina) habían conocido en borrador. Quise hablarle de Joanna, contarle que ya estaba bien, pero Santiago se había quedado dormido, en equilibrio precario en aquella banca arrancada de la barra de algún bar. Le quité el pielroja que permanecía prendido entre sus dedos y lo arrojé al infierno. Abajo, en la somnolienta Avenida Corrientes, una sombra lo atrapó en el aire, le dio una chupada y el brillo del tabaco subió y se estrelló con la luz incipiente de las últimas estrellas.