Exodus de Pablo Alfonso


Pablo Alfonso nació en Tenjo en 1968. Filólogo de la Universidad Libre de Bogotá, se graduó como Magister de Literatura en la Universidad Javeriana de Colombia, con una monografía titulada: La intertextualidad como generadora de ironía en la poética de León de Greiff.
Aunque dice que su mundo se mueve alrededor de la lectura, ha escrito cuatro novelas y un libro de cuentos además de un sinnúmero de poemas (oficio que cultiva desde la adolescencia). Su vida ha sido un divagar entre los salones de clases como alumno y profesor universitario, pero siempre considerando la escritura como un talismán secreto.
Aquí el primer capítulo de la novela Exodus de Pablo Alfonso, publicada por la Colección Los Conjurados. La imagen de la portada es un óleo de Jaime Pinto.


1952, Olimpo
Por Pablo Alfonso

En el camino no me decían nada, solo era el silencio
el que se apoderaba de la situación

Cuando estaba en el labrantío llegaron dos hombres en unos caballos finos, rucios y zancones. Tenían apariencia de cuatreros, desde luego que nosotros nos asustamos. Tan difícil que están ahora las cosas, con el asesinato del negro Gaitán, y toda la violencia que se desató, y con los chulavitas abusando de todos los que no piensan como ellos. A mí no me suena esta guerra entre los dos partidos políticos, pero aunque uno no quiera lo meten en estas lides.
Todos estábamos sembrando el colino: tomábamos las matas verdes y arropándolas con las manos las enterrábamos en el surco. La tierra que estaba en el cauce de este era arrastrada por los pies para que la nueva matica se sostuviera, quedaba erguida como una caña. Yo no era tan veloz en esa labor pero los obreros jóvenes sí, los pies eran más ligeros y las manos también, y el pensamiento se sacudía en competencias tácitas: “¡Tengo que ganarle a este miserable!” pensaban los unos y los otros. Yo sé que era así porque se les veía la cara de desagrado cuando el compañero los pasaba y quedaban rezagados inevitablemente, entonces esa competencia favorecía al patrón porque todo se hacía más rápido, la labor rendía el doble y ellos ganaban lo mismo; desde luego, porque a ellos se les pagaba por jornal, es decir por día trabajado hicieran lo que hicieran. En un promedio superior de tiempos y movimientos, yo trataba de que los obreros compitieran, ¡a que no son capaces de apostar al que primero termine diez surcos! —les decía con júbilo desbordado e hipócrita—, yo patrocino a Demetrio —les aseguraba—, y así salían competencias que me hacían ganador siempre a mí como patrón. Por un jornal llegaba a ganar la utilidad de dos jornales; estábamos en esas y escuchando la voz del Zorzal Criollo que se enaltecía bellamente entre los potreros sembrados del labrantío, música que salía de un radio Sanyo que Demetrio tenía terciado a la espalda y que le descolgaba en la cintura. Él le ponía unas pilas grandísimas por fuera, amarradas con cauchos de las flechas que se usaban para matar los pájaros migrantes en la región. Tal vez creía que duplicando las baterías el radio funcionaría con mayor potencia y precisión; entonces, llegaron los de los caballos bonitos y preguntaron por mí:
—Buenas —dijeron con tono respetuoso.
—Buenas —dijimos con tono extrañado.
—¿Quién de ustedes es el señor Olimpo Carvajal?
—Soy yo —les dije—. ¿En qué le puedo servir a sus mercedes?
—Si nos permite un momento para que nos acompañe, le traemos una razón importante.
Y se levantaron la ruana y dejaron ver unas armas grandes como escopetas. Nosotros no sabíamos de armas solamente manejábamos el fuste y la rula, no conocíamos las armas de fuego.
—No se preocupen les dije a los obreros, sigan trabajando, ya vengo, voy a acompañar a los señores.

En el camino no me decían nada, solo era el silencio el que se apoderaba de la situación, el silencio de las bocas porque los pasos se oían nítidos y hasta el riachuelo que quedaba a unos metros se escuchaba en su tenue corriente como un susurro. Cuando llegamos a un descampado me hicieron pasar el alambrado de púas y luego sin mediar palabra, uno de ellos me dio un golpe en el estómago que me hizo doblar, y el otro me remató con una patada en la cabeza (aprovechando que estaba inclinado), y caí, y me cayeron con palos. Yo no alcancé a defenderme. Además habían sacado las armas y me apuntaban y mientras me golpeaban me decían que eran conservadores y que habían llegado para quedarse y que esto era un aviso. La próxima vez no serían golpes, “la próxima vez le asestaremos un balazo en la cabeza, así es que no lo queremos ver más ¡oyó!, no lo queremos ver más por acá. Los Cachiporros son unos hijos de puta, y los vamos a matar a todos. Es mejor que se vaya viejo hijueputa y me golpeaban sin cesar”. Perdí el conocimiento y cuando desperté con los labios húmedos y un hilillo de sangre que venía de mi frente y que pasaba por mis labios y me dejaba un olor agridulce en la boca, intenté levantarme, puse primero el codo y luego me puse de lado, doblé la rodilla y me levanté con gran esfuerzo. Caminé lentamente hasta mi caballo. No quería que los obreros se dieran cuenta de mi estado y se alarmaran. Caminé tambaleante y luego vi el animal y el animal sintió, se dio cuenta de que yo estaba maltrecho y se quedó quietico mientras yo me montaba. El animalito empezó a avanzar, con paso continuo y perezoso, como si estuviera desfilando. Los golpes de los cascos al pisar me hacían ir para los lados levemente. Luego salió el sol y me golpeó la cabeza aunque tenía el sombrero, sentía que se me iba la voluntad, iba agachado, mirando la crin gris del caballo, sin ánimos para dirigirlo. De cuando en cuando levantaba la vista y el sol molestaba mis ojos. Los minutos eran eternos, entonces, allá en la lejanía vi a mis hijas y a mi esposa; el caballito también las vio, me llevó hasta ellas, se detuvo al frente de mi esposa y resopló, yo ya no tenía consciencia.