La Carroza narrativa de Evelio Rosero

Debido a que La carroza de Bolívar ganó el Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura 2014, cuyos jurados fueron Margarita Valencia, Martín Kohan, Elkin Obregón, Marco Schwartz y Conrado Zuluaga; donde se sobrepuso a dos novelas de Fernando Vallejo y otra de Miguel Torres (que fueron finalistas), publicamos un artículo de Goyes donde festeja la obra de Rosero.




Por Julio César Goyes N.*
(IECO, Universidad Nacional)

Cuánta alegría me causa la escritura, la visión de mundo y el punto de vista en La Carroza de Bolívar (2012) de Evelio Rosero; la disfruté, o quizá la palabra adecuada sea gozar, esa suerte de dolor y placer. Sí, porque desde el territorio histórico e imaginario de Pasto-Nariño al que remite la narración, llegan las punzadas para pensar el país y sus revueltas: unas cristalizadas por las academias, otras manipuladas por las ideologías o simplemente ajustadas por los intereses de las economías trasnacionales. En cualquier caso, la novela resulta eficaz en tanto es plurilingüe y multivócica, como diría Mijail Bajtín a propósito de la palabra en la novela y la heterogeneidad del estilo. La carroza de Bolivar nos recuerda no únicamente la historia monumental tallada en mármol, bronce y pintura neoclásica; sino la otra historia, la efectiva, la de los acontecimientos contradictorios, la de carne y hueso; esos sucesos que la oralidad retiene en la memoria y cuya fuerza sale a relucir en el discurso y la expresión de la madura escritura de Evelio Rosero. Desde luego, más que el discurso que comunica, me seduce la escritura polifónica, las voces que se cuelan como un vecindario que prepara su carroza, y las conciencias que saltan, ocultan y despliegan en la enunciación, tan contenida como decidida, atrevida y mordaz. No llama tanto mi atención lo que dice (su significado), como lo que está diciendo, esa experiencia de los sentidos que reverberan en el cronotopo del Bicentenario de la Independencia que se pone en entredicho, puesto que así como están las cosas en nuestro país, hay más dependencia, alabanza y silencio que grito de ignominia, reclamo a la impunidad y disenso de ideas. Los héroes sí existen, proclaman unas voces en límite de la sombra; ellos embaucan, denigran, exterminan la población y se vuelven caudillos que dirigen el carnaval nacional sin arte-sanía; es decir, sin salud ni belleza.
 Un carroza es un carro alegórico; uno que a más de ser expresivo por sus materiales, texturas, formas y colorido, es fruto del realismo grotesco, la parodia y la degradación de lo espiritual y abstracto al plano material y corporal; imaginarios colectivos que todo gran artista del carnaval canaliza, apoyado en sus ayudantes y en la comunidad. Las carrozas, que todo lo deconstruyen y vuelven a reconstruir con su irreverencia creativa, salen triunfantes después de un largo proceso de preproducción, elaboración y fiesta. Son alegóricas porque en ellas tiene sentido el pasado, el tiempo renovado de la vida, la violencia de la historia y lo inexorable de la muerte. Tiene sentido por ello la manipulación a que son sometidos los artesanos y su arte carnavalesco; el gremio es interpelado por la razón académica, la economía regional pública y privada y la sociedad de alto coturno que no quiere ver más que arte degradado, arte de pueblo y folclor. De allí que muchos han creído velar por ellos (marxismo), educarlos (liberalismo) o no tocarlos porque se contaminan (romanticismo). Una alegoría no es metafísica sino profunda experiencia, una transgresión en la prohibición, tal como asumía George Bataille el erotismo; por ello el carro alegórico clama creatividad y performancia de los saberes: la tradición de las comunidades y su negociación con las modernidades, los espectadores, los jugador carnavaleros, el retorno del pueblo a la cordura. En suma, es la imagen de la vida que se goza por ser jolgorio, placer sensorial, fuerza abatida y aniquilamiento; no otra cosa que memoria, cuerpo, energía y recambio.
 El acontecimiento del carnaval de negros y blancos, complejo y variopinto texto de la cultura del sur, sirve de figura alegórica de la novela de Evelio Rosero y es una carroza de palabras e imágenes;  una construcción carnavalesca del relato y los personajes, tan reales como imaginarios, tan cotidianos como perdidos en el tiempo (Rafael Zañudo); novela habitada por el drama, el ensayo y la ironía; a veces oxímoron, sarcasmo, humor negro: “doctor jumento”, le dice la arisca Primavera Pinzón a su esposo el doctor don Justo Pastor Proceso; la misma que lo provoca pero no lo toca, pues prefiere convidar su sensualidad a un militar, el general Aipe que tiene un “fuerte olor a sobaco”. El nombre del protagonista da risa –intenta ser justo, se cree el cuidador de las ovejas engañadas por la historia y, además, está en proceso;  es decir, no está realizado– y al tiempo conmueve, pues es tan impotente frente a su mujer que lo quiere simio, y no puede ser más que tierno para sus pacientes como ginecólogo; tan comprometido con una verdad histórica que lo calcina, como inocente frente a la realidad que lo apuntala en una sociedad que prefiere la mentira, por temor a que la verdad la desparrame; con razón el catedrático Arcaín Chivo le advierte: “No van a permitir que baile  Simón Bolívar el baile que usted quiere, Justo Pastor, y que lo baile subido en una carroza de carnaval. En un libro sería distinto: nadie los lee;  en una carroza pública eso tiene un nombre: irrespeto al padre de la patria, que es para esos animalitos pero que faltar en conjunto al escudo, la bandera, el himno nacional, tres personas distintas en un solo dios verdadero. Será deplorable. Tendrán toda la ley para pulverizar su carroza, encerrarlo a usted, si a usted insiste, y darle unos palazos ejemplarizantes.”
El personaje central es tan conmovedor en su soledad como carnavalesco en su proceder, no sólo hace el ridículo vestido de orangután  –aunque en las carnestolendas todo está permitido–, sino que muere pateado por un asno. Qué ironía, un revolucionario de cuño socialista mata a un hombre que busca la verdad histórica; ambos disfrazados. ¿Puede haber más evidencia de la poética carnavalesca, sentido hiperbólico, deriva alegórica? Sin duda, al protagonista lo habita el gozo, la aventura heroica de la denuncia enfilada hacia la muerte.  Así la ironía continúa con “el poeta oculto” Rodolfo Puelles y las circunstancias tan disparatadas de sus amigos que juegan a la revolución pensándola en una iglesia; nada lejanas para una generación que cayó emboscada en el canto de las sirenas socialistas y que no pudo evitar irse con el posmoderno Butes, desatendiendo la ingeniosa cobardía del ancestral Ulises y el arte grandilocuente del misterioso Orfeo. No había elección, se dijo, aunque siempre la hubo: se llama resistencia, insistencia, re-existencia. Ahora lo sabemos, es un país que siguió a ciegas el narcisismo napoleónico de Bolívar y evito el ejercicio reflexivo de las leyes a partir de Santander. Las mismas que se relativizan e infringen según al son que los gobernantes bailen. No se pudo crear un híbrido justo e incluyente; tenía que la república ser radical, pues la inclusión no es posible en la Colombia es pasión, porque el caos en que vivimos se tiene que replantear desde los comienzos, las formaciones nacionales, las historias regionales, las etnografías territoriales, incluso locales. Bien por Zañudo, porque la novela lo acontece y lo convoca valiente y decididamente. Territorios nacionales que crecieron bajo el culto a la personalidad, jamás se cimentaron sobre las ideas, el pensamiento o la performance política de la justicia social y la democracia. Historia anticuaria, autoritaria, mal habida, con la que se amarraron las castas ideológicas, los partidos políticos, las generaciones que todavía hoy mantienen el poder y hacen la feria del mal menor.
Uno puede reconocerse y evaluar el pedazo de vida que le tocó vivir, desear que algo cambie en este mundo; de eso se trata la inminencia del arte, aun cuando para la posmodernidad parece que eso ya no importa, pues está corroído por el espectáculo, la evidencia del reality y lo real sin sujeto ni dimensión simbólica que le ayude a resistir el desgarro. La videncia se nos fue al cuerno, así como el latido inconforme de la realidad. Cuanta cultura oral y riqueza simbólica de la comarca del sur encuentro en las páginas de La Carroza de Bolívar: tradiciones, dichos, gastronomía, lenguaje regional, folclor, idiosincrasia; pero todo esto vuelto escritura global; pues en todas partes del orbe hay un carnaval, espejo social empañado, limpio o hecho trizas, pero lo hay. Celebro, entonces, este nuevo trozo de cultura, esta carroza de emociones y pensamientos que desfilan por las calles de una Colombia en perversa construcción, siempre en Proceso como el apellido del protagonista.


*Poeta, ensayista y cineasta colombiano