La Caza Invisible de Gabriel Arturo Castro


Publicamos a continuación el prólogo de la antología personal de Gabriel Arturo Castro, que bajo el hermoso título de La caza invisible, acaba de aparecer en la Colección Los Conjurados. Esta obra ilustrada por el artista mexicano Byron Gálvez recoge textos de los poemarios: Libro de alquimia y soledad (1992), Tras los versos de Job(2009), Pequeño mito del bosque (2012) y Día antes del tiempo(2013), de este importante poeta y ensayista colombiano.


Por Rafael Aguirre

Ojalá el hombre del patíbulo no olvide
buscar mis monedas y navajas ocultas.
Gabriel Arturo Castro

Para hablar de la poesía de Gabriel Arturo Castro, es menester desdeñar todo lenguaje comercial o utilitarista destinado al consumo de lecturas livianas o de libros escritos por guisanderos del éxito y la felicidad. Son inevitables términos aparentemente despectivos para referirnos a una poesía ambigua, misteriosa, atemporal, laberíntica, hermética pero sobre todo rigurosa… Se trata de una poesía retadora que a muchos les podría causar pereza o miedo leer. Romper con estos pecados capitales de analfabetismo funcional, es el precio que deben pagar, tanto el autor como sus lectores, para sobreponerse a las estéticas modernas heridas por la trivialización de los gustos, la simplicidad de la vida, la falsedad del arte impuesto a partir del arbitrio oficial, el comercio y sus métodos caníbales de competencia. Ya lo expresaba Albert Beguin:

No se lee poesía porque se le tiene miedo. Porque la gran poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha, confortable que ya conocemos, sino un territorio que a veces el hombre ignora de sí mismo y donde surgen, a veces, sus más ricos instantes.

Decir poesía retadora en un país de poco lectores, es referirnos a la lectura como dificultad placentera, tropiezo que tiene como recompensa liberarnos de lo ornamental, lo común, lo explícito, lo telenovelesco, lo noticioso… Lo que se pierde de fácil digestión se gana en luminosidad, profundidad, misterio, sensibilidad y la paradoja no se deja esperar; si el poeta es un ser dotado de exacerbada capacidad de asombro, pero sobre todo con la inusitada virtud de hacer hablar en voz alta el inconsciente, se convierte en luz de faro, de luna y de sol justamente por lo que desborda de indeterminación, meditación, secreto y locura… A este respecto argumentaba Roberto Juarroz:

Hay quienes entienden que la suprema condición de ser, eso que nunca sabemos bien del todo en qué consiste, involucra la condición o la explicación de lo que ocurre. La poesía lo que hace es lo inverso: reforzar lo incomprensible […] Es en el misterio de lo que ignoramos donde está la dimensión de lo infinito, lo que nunca podría cubrirse del todo.

 En un ambiente cultural racionalista, saturado de utilitarismo y filisteismo, podría ser escandaloso el término ambigüedad. El diccionario de la Real Academia nos informa que ambigüedad es calidad de ambiguo y ambiguoes aquello que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a duda, incertidumbre o confusión. Igual sucede con el término especulación y sus referencias al espejo. La ambigüedad y la especulación se convierten, justamente, en virtudes capitales de textos poéticos que impliquen una completud por parte del lector, para llegar a la almendra que explota en paradoja; la de convertir lo impreciso y reflexivo en iluminación. Por esta vía queda la sensación de que la poesía de Gabriel Arturo convierte al lector en otro artista.
A Castro es inútil preguntarle por el significado o sentido de sus poemas, los mismos que invitan a ser interiorizados más que pensados. Ellos, más que dar respuestas, se portan como una oración laica no dirigida a los dioses, por lo menos no en el sentido judaico-cristiano, ya que el hombre no implora paraísos, perdones o misericordias, sino al contrario, son los dioses quienes se dirigen a nosotros en la voz enaltecida del poeta:

Ayer la luna se volvió de color marrón, después de azul
oscuro y de su trueno no cayeron las piedras de la lluvia,
pero hoy tenemos deseo y temor de tempestad,
de relámpagos
tempranos, queremos la violencia del diluvio.
El aguaviento se esconde cerca del bosque.
Iremos más allá
de los árboles donde vive la mujer que mientras teje invoca
al cielo, la mujer que hace llover y en cuyo cuerpo
guarda el misterio de la lluvia.     
La tomaremos de filo contra los rayos del sol,
le quitaremos
su vestido largo y airoso,
la arrastraremos de espaldas hacia
el río y ataremos a sus pies un manojo de hierbas,
el segundo
tallo del verano lento.
Lloverá cuando la mujer salpique al río
con la sangre de su meñique.

Dada la polisemia propia del arte poético, los textos de Gabriel Arturo respiran la misma suerte de los libros sagrados: no se hicieron para ser analizados sino para ser interpretados, lectura personal, actualizada, de múltiples vías ajenas a cualquier propósito salvador que indique caminos al cielo. Lo anterior es posible allí donde hay más poiesis y menos mimesis, anécdotas, descripción, autobiografía o escepticismo ramplón, pues su poesía parte de un principio que, según sus propias palabras, aprendió del expresionismo alemán y luego subraya con autores, cuyos ecos resuenan en su obra, como García Lorca, Lezama Lima, Novalis, Mallarmé, Cardoza y Aragón, Aurelio Arturo, Héctor Rojas Herazo...

El aguijón ya está muerto en nuestro costado
más precario.
Los ojos abiertos, desvelados, enrojecidos,
pertenecen a su mundo.
Continuamos y los ojos caen al abismo.
Los cabellos, los dientes, las uñas
y el blanco del ojo, el de ellos,
traspasa la piel de todos. 
Todos los hombres se pudren
por los corredores de una tierra irrespirable.
Allá un hombre justo,
más acá, un hombre equivocado,
muertos en ya olvidadas sequías de plomo y cobre.

Gracias a sus variadas influencias, la polifonía aparece como otra cualidad de la poesía de Castro, esa expresión de múltiples voces de fuerza explosiva pero formando en su conjunto enlaces armónicos, capaces de engendrar un pathos que sacude el ánimo del lector y produce su desacomodo visceral. En La caza invisible -antología personal, se respira esa tensión cercana a la agonía, al abismo, el estar muriendo para resucitar luego. La tiniebla, origen primario, de acuerdo con el génesis, es disipada con la forma y ésta constituye la lucha del poeta, pues el contenido habita en él por lo que ha amado, vivido, gozado, padecido. De todo ello surge la imagen generadora, portadora del hábitus, donde lo emocional se une a lo intelectual, a lo práctico, a la memoria y a su relación con las otras artes: música, pintura, cine, teatro… Ceniza luminosa que en el trabajo poético de Gabriel Arturo emana a borbotones, un volcán antiguo, en cuya base se deja entrever una arqueología del pensamiento primigenio, la del hombre que saliendo de su cueva-hogar miró un cielo estrellado, se emocionó, elevó su conmoción hacia las alturas, hizo cantos guturales y mucho después creó una cosmogonía que derivó en mitología, la misma que Gabriel Arturo reactualiza a modo de “metáforas paleolíticas”. Seguramente, en virtud de su formación de antropólogo, aparezcan ecos de las teorías sustantivas de su época universitaria con las ideas luminosas de aquellos faros de los setentas: Malinowski, Frazer, Lévi-Strauss, Eliade:

Estás muriendo viejo hacedor de lluvia.
Observas antiguos soles alados convertidos en lagartijas,
roedores vomitando tierra,
un dragón atravesado con flechas
y sus incipientes cuernos en la frente.
No es el declive de tu torre, centro del mundo.
Mueres al oír el golpeteo de gongs y tambores,
tus pedazos de carne son luciérnagas
y sobre tu rostro los rayos de la luna llena
forman una barba blanca.
                  
La imagen poética es esqueleto y músculo de la poesía de Gabriel Arturo; cuando habla de ella lo hace con un tono lleno de agudeza, libertad y al tiempo distanciamiento del ripio academicista, tanto en sus ensayos como en los talleres que dirige por más de veinticinco años y en los cuales se intuye que logra contagiar a los discípulos de la importancia del trabajo, la disciplina y la lectura para dominar el oficio, también la pasión y el anhelo de poseer un lenguaje propio y después un estilo personal.
Su concepción, reflexiones y experiencia alrededor de la imagen poética se plasman en su libro Ceniza inconclusa, ensayos breves sobre arte y literatura. Al interior de los ensayos es menos oscuro y misterioso, es más cenital, incluso carnal, al juzgar por el refuerzo ensayístico que da a la idea de que “todo arte es erótico”. Nos dice: Todo arte es erótico dado su impulso creador, dador de vida”. Y no sólo lo dice, su poesía posee las llaves de este virtuosismo:

La ronda nocturna de tus manos tiene una senda adherida, la rosa entre tus dedos señala la vuelta al horizonte, el nombre original de cada camino que soporta la frialdad de la noche, las horas encarnadas, rojizas; la mancha cubierta por un raro color de tormenta intensa, la rueda fracturada del tiempo, la roedura del rey de mala traza y aquél hombre de nudos toscos moderando la soga.
Ah, y tú allí reanimas la pausada luna, sus bordes desiguales, capturas la flor leve como el único rasgo útil de la noche, la noche ruin que intenta cortar con sus dientes la suerte de tu senda, el destino de tu ronda.

Es grata experiencia leer la poesía de Gabriel Arturo en maridaje con sus ensayos y así descubrir las claves de navegación en el misterio de su poética; se logra apreciar esa buena razón interior que da a las palabras de Lezama Lima: “Cuando me siento oscuro hago poemas y cuando me siento claro elaboro ensayos”. Qué envidiable circunstancia para un escritor circular en aguas opuestas; absurdo y lucidez, penumbra y transparencia, gracias a la locura ritual que rebosa el proceso de su poesía; lecciones para alucinar y colmar nuestros rostros con su palabra vertical en estos tiempos de engañifas y farsantes.

La caza invisible, antología personal, insobornable ética a través de una alta estética.