Cuento de Mauricio Palomo Riaño


SUICIDAS ALUCINACIONES

Aquí uno de los relatos pertenecientes a Nombrar la ausencia de Mauricio Palomo Riaño (Bogotá, Colombia, 1982), recientemente publicado por la Colección Los Conjurados y ya distribuido en las librerías colombianas y disponible en la gran vitrina de Amazon.com para todo el mundo.
El autor estudió Licenciatura en Lingüística y Literatura en la Universidad La Gran Colombia y Maestría en Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, ha sido jurado en concursos literarios de ámbito local y gestor de talleres de escritura.

A Mahicol Arias, por sus entrañables y quijotescos viajes.

“Valorad al loco
Su indiscutible propensión a la poesía
Su árbol que le crece por la boca
Con raíces enredadas en el cielo”.
Raúl Gómez Jattin

La sombra atravesaba fugaz las callejas solitarias e inundadas de tenue luz de La Candelaria. El individuo se desplazaba como si alguien lo persiguiera. Se sujetaba de las paredes de las casas, se deslizaba furtivamente entre los callejones coloniales del antiguo barrio capitalino. Respiraba bruscamente una noche que le golpeaba el rostro suavemente con su brisa serena. Los pasos del sujeto eran inseguros, caminaba entre espasmos que lo sacudían de forma constante. Miraba siempre hacia atrás, paranoico, como si estuviera siendo preso de un miedo visceral. Evitaba con resistencia el contacto con los pocos transeúntes que pasaban por la zona, como si temiera el que alguien fuera a robarle su ya evidente estado misantrópico.
Esclavo de la agitación y de la locura, se detuvo frente al rustico portón de la gran casona. De Ernesto era común tener noticias en jornadas nocturnas. Parecía siempre estar la noche en él; en su ser, en su alma. Tocó violenta y repetidamente la aldaba contra la madera vieja. Estaba bajo un ataque de Delirium Tremens. Vicente todavía dormido, abrió. Ernesto entró despavorido:
—Vicente, loco, me los encontré. Uno tras otro. Esos parcero, esos que exploramos en la academia, esos que nos deslumbraron el alma, esos que se apresuraron en el viaje para hacerse inmortales. Escúchame Vicente, escúchame. Estaba compartiendo uno de esos poemas épicos que en las plazas públicas me dejan cantar cuando empecé a verlos salir de las cuadras, de las casas viejas de estos barrios resquebrajados. Me saludaban. Agitaban sus manos y esbozaban dolorosas sonrisas. No pude seguir declamando, sus imágenes atormentadas empezaron a invadirme y empecé a necesitar escucharlos. Me abrí paso a esa aventura y empecé a caminar hacia esos encuentros. Al primero que abordé en esta noche tibia de la muerta primavera fue al dueño de este verso. José Asunción me contó sentado en un andén de su desvarío certero por Elvira. Amenazó con matarme si no lo escuchaba, vehemente, prometió atravesarme el pecho a merced de una bala vieja disparada por el mismo revólver con el que a finales del siglo XIX se pegara un tiro. Su desesperación por ser oído era evidente, así que me senté a su lado. Lo sentí tan cercano, Vicente, en su esencia de hombre herido más que de artista consumado. Lloró, me confesó en secreto su amor furtivo por la hermana a la que, sin embargo, siempre respetó. Me habló de las noches gélidas cuando desmoronado por dentro escribía frente a las velas el Nocturno III. Se iba tornando más pálido cada vez que levantaba la cabeza y me miraba a los ojos. Vicente, supe de su voz la pérdida de la obra, loco, en aguas egoístas que le arrebataron su poesía para deleitarse con ella. Naufragio maldito bordeando nuestras costas. Me relató como el Amerique se sumergió en las aguas del Caribe llevándose a sus profundidades misteriosas un legado de bellas palabras con las que seguramente hasta los mismos peces supieron del amor. Culpable Poseidón que no ha calmado su ira ya milenaria en venganza con Zeus por haberle dado el mar y no el averno. Lo dejé finalmente entre las sombras finas y lánguidas.
No sé cuántos pasos habría avanzado cuando sentí la mano en el hombro, ¡uff, loco! experimenté un temblor incómodo en el cuerpo, una especie de miedo absurdo en un comienzo, no obstante, esa sensación primaria desapareció rápidamente al verle el rostro. A mi memoria desgastada acudieron las líneas, las imágenes, y supe que le temí a sus cuentos y a su vida desmesurada, trágica y accidentada, mucho más que al ser humano que se escondía detrás de la pluma. Desde unos labios delgados bordeados por un bigote elegante y una fina barba brotó la sonrisa que me alumbró las sombras. Percibí su sensibilidad a tope. Horacio me relató enjugándose el llanto que surcaba sus mejillas detalles de cómo asesinó a su mejor amigo y la posterior compañía de ese fantasma hasta su decisión nefasta. Refirió signos de su vida desafortunada y oscura que sin embargo, enmarcó dentro del arte para regocijo de sus lectores. Me compartió de su propia voz fragmentos de Berenice, de Ligeiay de Guillermo Wilson, influencia marcada para su cuentística que le sirvió para que los críticos lo relacionaran directamente con el gran Poe. Sí Vicente, tú lo sabes, Horacio Quiroga fue el Poe latinoamericano. Supe de su ansiedad al enterarse de su diagnóstico fatal; un cáncer que le consumiría hasta el alma. Me confesó por último que fue la imagen proyectada de su cuerpo hecho miseria en la cama de hospital, la que le alumbró la idea. Como cuando se sienta uno a tomarse un vino con un amigo fraterno, Horacio entró en los terrenos de la muerte tomándose el trago que le envenenó las entrañas, pero que lo salvó del sufrimiento ignominioso de esa enfermedad maldita y traicionera que asesina silenciosamente y sin piedad. Tú más que nadie lo sabes, Vicente. Tu viejo murió a merced de ella.
Vicente escuchaba en silencio a Ernesto. Era lo mejor que se podía hacer en estos casos. La forma en cómo el amigo dionisíaco le recreaba la muerte de Horacio Quiroga, lo transportó a los últimos días de su padre y fue inevitable llorar. Ernesto, en medio de su delirio, secó las lágrimas de la mejilla al amigo, confirmaba con ello, un lazo construido más allá de los confines de cualquier época. Posteriormente continuó su historia desquiciada. Aún faltaban los encuentros más emblemáticos para los dos.
Acababa de dejar a Horacio por ahí en algún recodo de la conciencia cuando la vi, y debo confesar que apenas la contemplé me enamoré de ella. Natural, pura, con la mirada evasiva. Me ocultó su rostro en un principio y fui yo el que avanzó hacia ella. Fue la única que no me buscó para conversar. Incluso debo confesar que rehuyó apenas me vio dirigirme a donde estaba. Cuando la tuve frente a mí desaparecieron toda esa serie de mitos mal fundados sobre su fealdad, y sobre ese acné progresivo que la acomplejaba. Supe amargamente de su destino trágico, de su sino fatal que ya estaba escrito desde antes de su misma vida. Su pasado familiar rodeado de sangre, de ese fascismo cruel y despiadado en la Rusia de Stalin que le enmarcó de muchas maneras el sendero. Al oído, cerca, escuché ese acento duro que la caracterizaba, pero me sonó tan dulce, tan íntimo, que me pareció irrisorio que se sintiera menos por entonarlo. Hasta sus tartamudeos sonaban preciosos. Yo estaba eclipsado, Vicente, teniéndola ahí al lado mío, conmigo, casi cerca al abrazo, a las caricias; esas que yo le hubiera dado en vida para que no se marchara a esos territorios oscuros. Su cuerpo menudito la hacía ver frágil, y una ternura me llegó hasta el centro de los huesos. Le dije en un ataque de sinceridad: —Yo hubiera sido tu bonderline, tu príncipe de pensamiento polarizado y dicotómico. Yo te hubiera salvado Alejandra, yo te hubiera amado como Cortázar no se atrevió a amarte preocupado por Aurora. 50 pastillas no sirvieron para matarte. Vives en cada una de esas líneas descarnadas que pisan mis pupilas—. Terminé sonrojado mi confesión. Ella se calló, Vicente, loco, y me escuchó. Si los otros me contaron sus tragedias, ella supo de mi amor y yo no le di pie para que se deprimiera. Le declaré un sentir prístino y sonrió, cosa que muy pocas veces hacía. Recuerdo que como adiós postrero le alcancé a murmurar: Hacés falta Alejandra, y después ya casi gritando, ¡carajo! mucha falta hacés.
Casi no me retiro del lado de la Pizarnik; es más, ahora que recuerdo, ella fue la que se marchó, así como siempre quiso hacerlo desde que tuvo conciencia. Vicente, hermano, ya venía para acá lo juro cuando el man se me apareció como un espejo. Era como si me estuviera mirando en él. Somos igualitos Vicente, ese loco se parecía mucho a mí. Las gafas grandes de marco negro, el pelo largo y enredado como cuando se iba para los barrios del sur de Cali con Guillermito y Clarisol Lemus. Con el loco Andrés fue que me fumé el último porro antes de venir a tocar tu aldaba con insistencia para contarte todas estas locuras que aunque no me creas son reales.
El tono de la voz de Ernesto se hacía cavernoso, como cortado. Era usual escucharlo así cuando estaba en trance. Con Andrés Caicedo, un autor de culto para los dos amigos bohemios terminó la experiencia alucinada:
Hablé con Andrés de Alejandra, y de cómo esa muerte en los dos había sido tan parecida. El loco se reía enseñándome esos dientes que eran así como los míos parcero; separados. Asintió con la cabeza y después tartamudeando señaló: —Yo le gané a la niña por diez pastillas y por diez años. Ella me ganó porque se fue primero. Aunque creo finalmente que con la muerte salimos ganando los dos. Era un entorno enfermo el que vendría después y una generación que nos iba a decepcionar con insistencia. Fue una buena idea ésta de partir por voluntad propia y no por los trazos de un destino arbitrario. No me arrepiento de haber intoxicado mi cuerpo. Si estuviera vivo a estas alturas, ya tendría intoxicada mi alma.
Vicente tú sabes que Caicedo es mi autor de culto y sé que también en Colombia es el tuyo. Hablamos de sus amores por Patricia; la mujer del amigo, aquella que amó irremediablemente, y por Clarisol; la niña que le corrompió el alma y el cuerpo. Me habló de sus secretos inconfesables. Casi como despedida me dijo que me muriera rápido. Que no valía la pena el mundo y el tiempo que nos habían tocado. Me recomendó algo de manera enfática que te citaré literalmente:
—Deje obra Ernesto, deje obra y ahí sí muérase tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos.
Nos despedimos de abrazo Vicente. Prometí visitarlo pronto.

Ernesto cansado, desentendido de la realidad, se fue durmiendo despacio mientras cantaba ¡Hay fuego en el 23! Vicente lo arropó con una cobija y se fue a la cama también. Eran las dos de la mañana.