La montaña de los muertos de Stalin Gamarra


Por Armando Rojas Guardia*

El gran poeta venezolano escribe aquí sobre el libro del ex guerrillero Stalin Gamarra, quien acaba de publicar su primera novela, donde la fracasada lucha revolucionaria es investida de buena literatura.

Una mañana de septiembre de 1990 Stalin Gamarra y yo nos dirigíamos desde Mérida hacia Bobures, en el viejo automóvil de Stalin. Él iba al volante y yo a su lado, de copiloto. Durante todas las tres horas que demoró el trayecto, Stalin me fue relatando, uno tras otro, los episodios que jalonaron los dos años en que fue guerrillero, hasta convertirse en uno de los comandantes más importantes y enconadamente buscados y perseguidos de aquella insurgencia armada que hizo irrupción en Venezuela durante buena parte de la década de los años sesenta del siglo pasado. Todo ese material autobiográfico, que conozco muy bien por habérselo oído narrar a Stalin, no sólo en aquella ocasión del viaje a Bobures, sino en muchas otras acaecidas a lo largo de los veintiséis años que ha durado nuestra amistad, lo encuentro ahora –exactamente el mismo y, a la vez, radicalmente otro–, transmutado en ficción literaria, en trama novelesca, dentro de las páginas de La montaña de los muertos, su primera novela.
Los griegos postulaban que Mnemosine, la deidad que para ellos encarnaba la memoria, era la madre de todas las musas. Y eso es lo que se puede detectar en La montaña de los muertos: la suprema presencia y el trabajo de filigrana de la memoria, convirtiendo el acontecimiento vivido en alta literatura. Todo lo que sé de la vieja peripecia vital de Stalin –su estancia en Bogotá a finales de la adolescencia, su regreso al país para participar en algunas incursiones de la guerrilla urbana, su traslado luego a las montañas de Trujillo y los pormenores cotidianos de su vida de guerrillero, “sus conchas” sucesivas cuando por decisión personal se atreve a retirarse de la lucha armada, su asilo en la embajada del Ecuador en Caracas y su posterior viaje, como exilado político, a Inglaterra–, está aquí transformado en ficción imaginaria autónoma, en estructura narrativa autosubsistente, en desarrollo argumental dotado de intrínseco valor estético, en personajes que ostentan vida propia, con diversidad y complejidad existenciales y psicológicas, y que no son meros reflejos autobiográficos del autor sino genuinas entidades literarias que nos atraen o repelen por sí mismas, en virtud del trabajo que las dibuja y organiza para nosotros en el texto. Habría que remontarse hasta Proust, hasta el paradigma insuperable que significa En busca del tiempo perdido, para explicarnos este prodigio, que logra sólo la buena literatura, de metamorfosear vida concreta, episódicamente real y circunscrita, en materia ficcional de alto vuelo.
Porque La montaña de los muertos no es literatura testimonial. Es una novela. Aunque la memoria desempeñe en ella un papel crucial, quien plantea, organiza y desenvuelve sus particularidades específicamente narrativas es la imaginación. Y, sin embargo, así como no existe mejor visión panorámica de la vida francesa inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, ni mejor retrato de la “belle epoque” que esa ficción novelesca, En busca del tiempo perdido, la cual, aunque enraizada totalmente en la autobiografía de Marcel Proust, quiso trascender el mero testimonio para configurar una narración de poderosa factura literaria (ella puede ser leída y disfrutada con independencia de las vicisitudes personales de quien la escribió), de la misma manera, cuando en el futuro se desee conocer más y mejor la trama interna de la lucha armada que se desarrolló en nuestro país en los años sesenta del siglo XX, las gentes acudirán a La montaña de los muertos para enterarse de los intríngulis secretos de esa historia. Porque, desprendida de toda infatuación épica, poniendo de relieve, junto al innegable heroísmo y pureza moral de algunos, la omnipresencia de la infamia, el chantaje, la instrumentalización del otro, la crueldad, fundamentalismos anacrónicos como la homofobia, la delación y la traición, esta novela sobre la guerrilla venezolana nos transmite el regusto de dos convicciones que palpitan como llagas en el fondo de la conciencia de su principal protagonista: la primera, el desatino político y militar que implicaba plantearse una insurgencia de tipo rural en un país que ya era neta y mayoritariamente urbano, donde el grueso de la masa poblacional no adhirió nunca el proyecto guerrillero; y la segunda, la comprobación existencial y fáctica de que en aquellos contingentes armados, en sus dirigentes y en sus bases, no existía ni por asomo el “hombre nuevo” guevarista; y de que, dentro de los errores estratégicos y tácticos de aquella política, tal como se implementaba en la cotidianidad de la lucha, podía ya vislumbrarse, no sólo la derrota, sino el fracaso mismo del “socialismo real” y la desmitificación radical de la revolución cubana como horizonte político deseable.
Sí, el proyecto revolucionario encarnado en la guerrilla murió al nacer. Mejor dicho, estaba ya muerto cuando brotó del vientre de la historia. Por eso mismo, el título de la novela no puede ser más significativo: La montaña de los muertos. Y también por eso el texto finaliza con el entierro improvisado, allí mismo, en plena montaña, de un cadáver. Ese sepelio ejecutado a toda prisa, y el llanto contenido que provoca en el guerrillero amigo del combatiente difunto, constituyen una poderosa imagen simbólica del impulso tanático que alimentaba secretamente aquel proyecto y del drama personal del protagonista al comprobarlo y hacerlo consciente, en sucesivas ráfagas de clarividencia.
Podría seguirles hablando de este libro singular. Pero juzgo innecesario prolongar más estas palabras. Sólo me resta invitarlos a leer esta primera novela de un excelente narrador. Por favor, léanla.


*Poeta y ensayista venezolano