La victoria de un taxidermista - Cuento


Por H.G. Wells

En homenaje al escritor inglés Herbert George Wells (1866-1946), autor de obras maestras como: La máquina del tiempo, La guerra de los mundos y El hombre invisible, publicamos una de sus ficciones más irónicas, donde su protagonista juega a modificar las leyes de la Evolución.

Mencionaré algunos de los secretos de la taxidermia. Me los refirió un taxidermista en estado de euforia, entre el primero y el cuarto whisky, cuando se abandona la cautela y aún no se está ebrio. Estábamos sentados en su madriguera, para más precisión en su biblioteca, que era simultáneamente sala de estar y comedor. Una cortina de abalorios la separaba –por lo que al sentido de la vista se refiere– del pestilente rincón donde practicaba su oficio.
 Estaba sentado en una hamaca y, con sus pies protegidos por unas zapatillas, que consideraba como unas reliquias, daba golpes a los carbones que no ardían o los eliminaba poniéndolos sobre la chimenea, entre la cristalería. Los pantalones, para mencionarlos rápidamente pues nada tienen que ver con sus victorias, eran de tela escocesa de un horrible amarillo, de los que hacían cuando nuestros padres llevaban patillas y había festines en el país. Además tenía el cabello negro, la cara rosada y los ojos de un marrón feroz, y su chaqueta consistía en una capa de grasa sobre una base de pana. La pipa poseía una cazoleta de porcelana con la imagen de las Tres Gracias, y llevaba siempre las gafas torcidas de forma que el ojo izquierdo, diminuto y penetrante, lo exterminaba a uno desde su desnudez, mientras que el derecho se mostraba oscuro, aumentado y suave tras el cristal.
 Se expresaba en los siguientes términos:
–Jamás hubo un hombre que disecara como yo, Bellows, nunca. He disecado elefantes, he disecado polillas, y todo lo que he disecado parecía mejor y más vivo que al natural. He disecado seres humanos, en especial ornitólogos aficionados, aunque también disequé en una ocasión a un negro. No, no existe ninguna ley que lo prohíba. Lo hice con todos los dedos extendidos y lo usé como percha para sombreros; pero ese necio de Homersby cazó una pelea con él una noche, ya muy tarde y lo estropeó. Fue antes de que nacieras. Es muy difícil conseguir las pieles, de no ser así haría otro.
¿Desagradable? No me parece. A mi entender, la taxidermia es una fecunda tercera alternativa a la inhumación y a la cremación. La gente podría mantener a su lado a los seres queridos. Adornos de ese tipo distribuidos por la casa harían tan buena compañía como la mayor parte de la gente, y saldría más barato. Se les podría involucrar mecanismos para que hicieran algunos oficios. Desde luego habría que barnizarlos, pero no tendrían que resplandecer más de lo que mucha gente brilla por naturaleza. Pienso en la testa calva del viejo Manningtree... De cualquier forma, se podría hablar con ellos sin que interrumpieran nuestro discurso. Incluso las tías. La taxidermia tiene un gran porvenir, ya lo verás. Están también los fósiles...
 De pronto se quedó en silencio.
 –No, me parece que no debería contarte eso –chupó la pipa  reflexionando–. Gracias, sí. No demasiada agua. Desde luego, se entiende que lo que te cuente ahora no saldrá de estas paredes. ¿Sabes que he hecho algunas aves extintas como los dodos y el alca? ¡No! Evidentemente no eres más que un aficionado a la taxidermia. Mi querido amigo, la mitad de las grandes alcas que hay en el planeta son tan auténticas como el pañuelo de la Verónica o como la Sagrada Túnica de Tréveris. Las hacemos con plumas de somormujo y cosas así. ¡Y también los huevos de la gran alca!
 –¡Santo cielo!
 –Sí, los hacemos de porcelana fina. Te aseguro que vale la pena. Llegan a costar mucho... uno llegó a trescientas libras justo el otro día. Ése era realmente auténtico, según creo, pero desde luego nunca se está seguro. Es un trabajo muy delicado, y posteriormente hay que envejecerlos porque ningún poseedor de estos refinados huevos comete jamás la temeridad de limpiarlos. Eso es lo atractivo del negocio. Incluso cuando sospechan de un huevo no les gusta examinarlo con detenimiento. En el mejor de los casos es un capital muy frágil...
No sabías que la taxidermia alcanzara semejantes cumbres. Pues, amigo mío, las ha alcanzado mayores. Yo he rivalizado con las manos de la mismísima Naturaleza. Una de las grandes alcas auténticas –su voz se convirtió en un murmullo–... una de las auténticas, la fabriqué yo.
No. Tienes que estudiar ornitología y descubrirlo por ti mismo. Es más, una agrupación de comerciantes me ha propuesto poblar con especímenes uno de los ignotos islotes rocosos al norte de Islandia. Tal vez lo haga algún día. Pero en estos momentos tengo otra cosa entre manos. ¿Has escuchado hablar del Diornis? Es uno de esos grandes pájaros que se han extinguido en Nueva Zelanda. Comúnmente se les llama moa, justo porque han desaparecido: no hay ningún moa vivo. ¿Comprendes? Bueno, se conservan huesos, y en varias marismas han aparecido incluso plumas y trozos secos de su piel. Pues bien, voy a... bueno, no hay por qué ocultarlo, voy a falsificar un moa disecado completo. Conozco a un sujeto por ahí que pretenderá haberlo hallado en una especie de ciénaga antiséptica y manifestará que lo disecó inmediatamente porque amenazaba con hacerse pedazos. Las plumas son muy especiales, pero he conseguido un método maravilloso de trucar trozos chamuscados de pluma de avestruz. Sí, ése es el nuevo olor que has advertido. Sólo pueden descubrir el engaño con un microscopio y nunca se molestarán en hacer pedazos un hermoso espécimen para eso.
 De esta manera, como ves, aporto mi cuota al avance de la ciencia. Pues todo eso es pura imitación de la Naturaleza. Sin embargo en mi carrera profesional he hecho mucho más que eso, la he vencido…
 Retiró los pies de la chimenea y se inclinó reservadamente hacia mí.
 –He creado pájaros –dijo en voz baja–. Especies nuevas. Mejoras. Pájaros nunca vistos.
 Después de un silencio denso recobró su postura. 
 –Enriquecer el universo, verdaderamente. Algunos de los pájaros que inventé eran clases nuevas de colibríes, eran animales muy bonitos, aunque alguno era simplemente extraño. El más raro creo que fue el Anomalopteryx Jejuna. Del latín jejunus-a-um, vacío, se llamaba de esa manera porque realmente no tenía nada, era un pájaro totalmente vacío, salvo el disecado. El viejo Javvers es el que lo posee ahora, y sospecho que está casi tan orgulloso de él como yo: su autor. Es una obra magistral, Bellows. Tiene la estúpida torpeza de tu pelícano, toda la falta de dignidad de tu loro, toda la escuálida delgadez de un flamenco con la extravagante pugna cromática de un pato mandarín. ¡Qué ave! La hice con los esqueletos de una cigüeña y un tucán, y un manojo de plumas. Para un gran maestro en el arte, apreciado Bellows, esa clase de taxidermia es puro placer.
 ¿Cómo se me ocurrió? De manera bastante simple, como sucede con todos los grandes inventos. Uno de esos jóvenes geniales que escriben notas científicas en los periódicos consiguió un folleto alemán sobre los pájaros originarios de Nueva Zelanda, y tradujo parte de él a punta de diccionario y de sentido común –con lo raro que es este sentido–, y se hizo un lío con el Apteryx vivo y el Anomalopteryx extinto. Mencionaba un pájaro de cinco pies de altura que vivía en la selva de la Isla del Norte, extraño y elusivo, cuyos ejemplares eran difíciles de conseguir. Javvers, que incluso como coleccionista es una persona ampliamente ignorante, leyó esos párrafos y prometió que conseguiría un ejemplar a cualquier precio. Asedió a los comerciantes con pesquisas. Eso demuestra lo que puede lograr un hombre obstinado, la fuerza de la voluntad. Ahí estaba un coleccionista de pájaros jurando que hallaría un espécimen de un ave que no existía, que nunca había existido, y que a causa de la propia vergüenza, de su particular inelegancia, posiblemente no existiría en estos instantes de haber podido impedirlo. Y lo logró. Lo consiguió.
–¿Otro whisky, Bellows? –interrogó el taxidermista regresando de una fugaz contemplación de los enigmas del poder de la voluntad y de las mentes de los coleccionistas. Y una vez llenados nuevamente los vasos, procedió a contarme cómo había construido la más atractiva de las sirenas, y cómo un predicador nómada que no podía captar su audiencia por culpa de ella la destrozó en Burslem Wakes diciendo que aquello era idolatría o algo malvado. Sin embargo como el diálogo de todas las partes implicadas en esta transacción, su creador, el presunto conservador y el destructor no es muy adecuado para emprender su publicación, este divertido incidente debe permanecer inédito.
 El lector no acostumbrado a los sinuosos procedimientos de los coleccionistas podrá tal vez dudar de mi taxidermista, pero en lo referente a los huevos de la gran alca y de los falsos pájaros disecados, he sabido que tienen la confirmación de distinguidos escritores de ornitología. Y el texto sobre el pájaro de Nueva Zelanda ciertamente fue publicado en un periódico matinal de impecable reputación, pues el taxidermista tiene un ejemplar que me ha enseñado con vanidad.


(Traducido exclusivamente para Con-Fabulación por Fernando Aristizábal)