Adiós, maestro Montes


Por Sandra Soler*

El 12 de febrero murió el maestro José Joaquín Montes (1926- 2014). Para muchos una persona desconocida, incluso para quienes estamos en el campo del lenguaje. No es de extrañar, le interesaba algo llamado dialectología, una disciplina con poco o ningún prestigio en estos tiempos posmodernos en los que se esconde la futilidad bajo denominaciones tan rimbombantes  como etéreas.
Para quienes nos educamos una generación atrás, resulta difícil aceptar la muerte prematura de las disciplinas. Como lingüista no logro entender por qué es más importante pensar en la constitución del sujeto en el lenguaje o el problema del poder y el discurso, que el lenguaje juvenil, el uso de las formas de tratamiento del español o el uso de los diminutivos. Quizá una mirada más amplia permitiría comprender los estrechos vínculos entre las nuevas perspectivas del lenguaje y los enfoques clásicos. 
Cuando realicé mis estudios de maestría en el Instituto Caro y Cuervo, ICC, conté con el honor de conocer al Maestro Montes, quien impartía la cátedra de Dialectología hispanoamericana. Durante el primer año de estudio lo veía en la biblioteca de Yerbabuena ubicada a las afueras de Bogotá. Pocas veces intercambiamos algo más que el saludo. Por su forma de vestir,  de caminar y por sus gestos, lo veía como un personaje fuera de época, sin advertir que estaba frente a uno de los últimos representantes de una ciencia, que decaía sin haber alcanzado su mayoría de edad.
En el segundo año de estudio de maestría, quienes elegimos la lingüística frente a la literatura, teníamos el curso de dialectología y el maestro Montes era su titular. En honor a la verdad, la clase pasó sin mayores altibajos; el maestro Montes no era lo hoy día llamaríamos un “gran docente”, experto en la pedagogía y la didáctica. Las clases eran sucesivas exposiciones de los estudiantes sobre distintos temas y autores, pocas veces se oía su torrentosa voz; aunque sí se evidenciaba su erudición y asombraba su impresionante memoria, sencillez y modestia. Esto último lo vine a comprender cuando al llegar a España, descubrí que casi todos mis compañeros de doctorado, lo conocían y habían leído sus textos. Algo significativo, si como conté en otro texto, no sabían por ejemplo quién era Van Dijk. Comprensible por demás teniendo en cuenta la amplia tradición filológica española.
Pero mi verdadero encuentro con el maestro Montes se dio cuando ingresé a trabajar al ICC en la sede Yerbabuena, las cosas habían cambiado: Compartimos más tiempo, más espacios y yo ya había profundizado un poco más en la lingüística. Entonces comprendí que los verdaderos maestros no están en las aulas. Lo primero que hice fue pedirle que leyera mi tesis doctoral y me diera un concepto. Para mí eran muy importantes sus comentarios, mi tesis trataba del español de Bogotá e incluso el corpus de análisis había sido tomado bajo la dirección del maestro Montes. Sería mi primer lector conocedor del tema y del contexto.  Pronto recibí su respuesta. Siempre recordaré sus palabras; entre otras cosas me preguntó cuál era el fundamento de las explicaciones que yo daba a los fenómenos analizados; le conté que fueron presionados por mi director de tesis quien creía que una tesis doctoral debería ir más allá de la descripción y el análisis por bueno que fuera, y que dado que no había mucha literatura al respecto, yo había apelado al sentido común. –Sandra, pero me parece que su sentido común es el menos común de los sentidos. Me causó mucha risa, era obvio que no estaba convencido de mis explicaciones; yo tampoco. Pero él me había enseñado la importancia de la  intuición en la lingüística. 
Fueron muchas las caminatas que compartimos durante ese año de trabajo mío en el ICC. En ese tiempo aprendí que no solo los poetas aman las palabras. A las 12 m. en punto estaba listo para salir a caminar por los alrededores de la hacienda Yerbabuena. Era un ritual, y mientras él caminaba yo casi corría tras de él. Hablábamos de muchas cosas, pero sobre todo, de mis disquisiciones filológicas: mis hipótesis sobre la revitalización del sumercé en Bogotá; el racismo en la lengua, así aprendí la palabra guajibiar: cazar indígenas. Incluso hablamos de la estética de las palabras, le preguntaba si no sería más cierta la certeza si se escribiera con ese, si no le parecía que palabras como ermitaño deberían escribirse con hache o si la palabra cerveza no se vería más bonita con ese (la lengua catalana me dio la razón). En ocasiones le causaba risa, en el fondo también era uno de mis objetivos. Era una persona tímida, introvertida, pesimista y bastante escéptica; con esa mezcla de entre tristeza y dolor que tanto conmueve. Me impresionaba su particular gusto por la cultura rusa: era un lector voraz de la literatura rusa; recitaba fragmentos completos de las obras de Dovstoyevski y Tolstoy, casi siempre con el tema de la muerte. Dicen que en las famosas celebraciones del ICC, después de unas copas, hablaba en ruso, y ahora pienso si su pasión por el ajedrez no vendría de allí, quizá también sus ideas políticas.
En la novela Noches blancas, Dostoyevski sentenciaba que “hay gentes a quienes damos las gracias solo por haberse atravesado en nuestro camino”. Gracias, maestro.

*Directora del Doctorado Interinstitucional en Educación, Universidad Distrital Francisco José de Caldas