Nombrar la ausencia


Del libro de cuentos “Nombrar la ausencia”,ópera prima del escritor bogotano Mauricio Palomo, recién publicado por la Colección Los Conjurados, reproducimos a continuación una de sus ficciones.

AMISTAD INSEPULTA

Por Mauricio Palomo Riaño

A John Tafur. In memoriam. Porque cuando ese mecanismo diacrónico atraviesa días, semanas, meses y años, las secuelas y los sentimientos tienden a irse borrando, y sólo entonces es cuando uno puede escribir una historia limpia.

“…¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos
y no saber a dónde vamos,
ni de dónde venimos!”
Rubén Darío

L
a motocicleta DJEBEL 125 c/c se desplazaba a gran velocidad por la avenida Las Américas en una noche clara y fría inundada de luz, libertad y fuerza. La muerte en ocasiones suele presentarse de esa forma; cuando nos sentimos más fuertes, e inconscientemente creemos, en vano, que la podemos vencer. Juan driblaba con solvencia los obstáculos que la selva asfáltica iba poniendo a su paso. Su juventud resaltaba por el vigor y el ímpetu con el que maniobraba la poderosa máquina. En la parte posterior de la motocicleta y aferrada con fuerza a la cintura de Juan una mujer entrada en años y curtida por el peso del sacrificio y del sufrimiento que implicaba haber criado cuatro hijos sola, era la madre del que maniobraba el aparato, a la que este último acababa de recoger en su trabajo después de una ardua jornada laboral. Marcaban las 11 y 20 p.m. en el reloj. Para Juan Serrato, serían los últimos destellos de vida.

***
—Si no puedes, si te caes, la labor secuencial que debes realizar es levantarte y volver a continuar, volver a intentarlo; ¿qué es la vida si no eso, una acumulación de intentos? —reflexiones alentadoras eran las que siempre estaban en boca de Juan hacia las personas que tenían una cercanía fraterna con él.
Sus palabras jóvenes y frescas, y sus acciones honestas, eran admiradas por el pequeño Mario; una suerte de niño prodigio que siempre le decía que un día la historia sabría de él. Con un halo misterioso siempre se acercaba al oído de Juan y le decía despaciosamente que tenía las llaves de la puerta que conducía a la inmortalidad. Juan reía con complicidad y le manifestaba que esperaba que algún día lo invitara a atravesar el umbral de esa puerta. Mario, con su seriedad de diez años le respondía vehemente:
—Dalo por hecho Juanito, dalo por hecho.
La ausencia definitiva de Juan condujo a Mario a estados profundos de introspección. Los recuerdos le inundaban la memoria. Remembranzas por donde se aparecía en cada recodo Juan y en donde por extraños delirios Mario empezaba a sentir que le reclamaba las llaves de su magnífica puerta. La ausencia del entrañable amigo retumbaba en las vastas zonas de su cerebro, e incluso, parecía martillarle con dolor su sensible corazón.
Habían crecido entre las calles repletas de tierra en tiempos de verano y atiborradas de barriales insalvables en invierno de una de esas tantas barriadas populares que pululan dentro de la geografía capitalina. El Amparo era un barrio que parecía estar diseñado para soldados, para estrategas, para guerreros. Una de esas zonas lumpen que como dicen los viejos ven parir a muchos, pero contemplan con dolor el crecimiento de pocos. Un barrio mezquino y criminal como mejor lo cantara Fito Páez, no obstante, también una comunidad de pujanza y de trabajo honesto inmersa dentro de un fragor caliente, que a sus moradores les inyectaba la paranoia al caminar. Siempre la mirada alerta, siempre el andar decidido. La clave estaba en no demostrar nunca el miedo, en no dejar olerlo para que como los perros, no se lanzaran encima para atacar impunemente; cerrazón del puñal y del bazuco.
Con esta radiografía de la zona, Mario y Juan asociaban entonces, en esos episodios en que solían sentarse en los andenes agrietados de aquel barrio marginal, que sus vidas iban a terminarse fundiendo con el ruido de unas balas delincuenciales, que un día, por la mañana, por la tarde, o por la noche; a cualquier hora, les iba tocar encontrarse con la muerte de frente, quizá en el momento en que jugaban con sus carritos de jalar con pita, o tirando en una calle el trompo con los demás amigos. No presentían en las épocas de la infancia que la muerte se les presentara de otra forma. Eran los tiempos del apagón a las seis y disfrutaban en las calles gritando y jugando a espantar la oscuridad. Alternaban los juegos de calle con la ida al colegio donde la obligación por aprender impartida por sus maestros fue superior al deseo intuitivo por adquirir conocimientos. Los padres de Mario trabajaban en el día y sólo compartían con él instantes fugaces en las noches. Razón por la cual empezaron esos puntos de fuga a través de la lectura. El pequeño soñador tenía dos posibilidades: Una; entregarse desnudo a un contexto que escribiría sobre él una historia nefanda e incluso fatal antes de que conociera su primera juventud, y la segunda; la evasión a mundos posibles con la lectura. Mario empleó un instrumento en el que viajaba por el mundo hacia diferentes escenarios históricos: el libro. Se quitaba sus tenis de tela y se subía a la cama primero con las llaves que le entregó Jairo Aníbal Niño y Julio Verne, y más tarde Agatha Christie, Arthur Conan Doyle, Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawtorne, Horacio Quiroga y Julio Cortázar, este último con el tiempo, su escritor favorito.
Los fines de semana por eso eran para Mario un espacio casi sagrado, ya que emergía de sus lugares imaginados a las tardes entrañables de los domingos donde se compartían situaciones realmente agradables. La cara pícara de su madre; una hippie venida a menos por el matrimonio y la castración de la libertad. Su padre; el bonachón, siempre dispuesto al juego y a la palabra, y él; un extraño personaje que se debatía entre el errante rock en español y la balada setentera; legado materno que marcó sus primeros años de adolescencia y su juventud temprana, así como amigo furibundo de la prosa para muchos desconocida de Benedetti, la poderosa y enraizada narrativa de Fuentes, la poesía directa y acusadora del peruano Vallejo, el Macondo imperecedero de García Márquez y esa literatura suicida de Silva, Pizarnik y Caicedo con la que se casó mucho tiempo hasta aceptar que no podía tirarse al abismo como ellos, pues ya era tarde, y a la tumba se habían llevado el poema. Habría que escribirlo de nuevo.
La vida es una serie de pequeños momentos, y lo que Mario disfrutó en aquella casa modesta fue una manifestación latente de sucesos que sin duda, hoy aún le arrancan del pecho unas lágrimas gordas que parecen querer desahuciarle los ojos.
Juan siempre fue persona grata en esa casa, y en todas las casas de la parte de abajo de El Amparo, pues la confianza que inspiraba era notoria y comprobable a simple vista. Las calles despavimentadas del barrio, los juegos cotidianos propios de una etapa importante en el desarrollo de los seres humanos; la niñez, los libros, las primeras borracheras, los amores furtivos, los amigos entrañables, el colegio, las proyecciones de los grandes sueños que se les iban planteando sentados en algún andén de alguna calle, la cancha de micro, el balón, las peleas, los desencantos, las reconciliaciones, la vida, esa que se esfumó para Juan en un tiempo efímero, esa que quizá pudo haber sido más extensa.
—Sabes, siempre evoco a Juanito con el rostro en fiesta —le manifestaba Mario a su madre, y continuaba enfático— la vitalidad exacerbada. Así, así lo recuerdo; con el rostro inundado de alegría, vivo, y así creas desquiciado mi discurso, no descarto jamás la posibilidad de que cuando regrese un día al barrio del que hace unos cinco años me fui, doble a la esquina de la cuadra y me lo encuentre sentado ahí, en el andén, hablando de la vida, más joven, más soñador que nunca.
Mario hizo una pausa trémula solamente para respirar y proseguir:
—Esas mismas calles, hoy cubiertas por el férreo asfalto y también por la historia de los que por ellas caminaron, siguen recordando sus pasos. Los niños de aquel tiempo, adultos hoy, lo evocan gratamente cuando hablan de él al mismo tiempo que contestan el llamado de los hijos; los representantes de esas nuevas generaciones que pisan con fuerza el cemento de la calle que nuestro gueto una vez también con vehemencia piso. El tiempo no ha olvidado, al contrario, ha hecho perdurar una tristeza quedita que se posa en la cabeza de todos. Estoy seguro de que aún recordamos más la sonrisa, la broma, y menos el rostro serio de ojos cerrados, de noche eterna. No es bueno evocar a las personas en su última imagen rumbo a otro espacio contextual que no esta adscrito en la memoria, es mejor hacerlo siempre en los instantes que fueron felices. Por eso no tuve el valor de mirarlo con la figura triste separada por ese vidrio frío que nos puso de lados distantes, pero que a la vez nos conectó necesariamente en conceptos tan simples, pero tan profundos como lo son la vida y la muerte.

***
Los respiros fugaces e intrépidos, el rostro inundado de un sudor espeso, producto del calor que generaba el casco de protección, un puente vehicular reconocido y relampagueos de luces nocturnas, así como el asfalto de la vía, serían las últimas percepciones e imágenes positivas que sentiría y contemplaría. Un taxi saliendo de una oreja ubicada justo detrás de almacenes Éxito de Las Américas con avenida 68 sería la última y nefasta visión que tendría. Su pericia en aquel tipo de vehículos no databa de años, era una motocicleta que ni siquiera estaba cancelada en su totalidad. Un grito desesperado y resonante hizo eco en la noche fatal. El impacto producto de la carencia de unos frenos cortos se suscitó de una manera fugaz y repentina, el manubrio derecho de la DJEBEL se parqueó justo en el bazo de Juan que empezó a irrigar sangre desaforadamente y que se fue extendiendo paulatinamente por el pavimento hasta formar un charco en las orillas del separador. Su madre malherida por el fuerte choque contra la carretera no podía más que retorcerse compulsivamente en una imagen que generó el desespero en los pocos transeúntes que transitaban por el lugar a tan altas horas de la noche. El ulular de las sirenas tardó un tiempo considerable que pareció condensado para la eternidad. Los médicos no podían hacer nada por salvarle la vida a Juan, quien veía como su existencia se iba de sus dominios y le generaba una fuerza inusitada a la vida de su madre malherida.

***
Juan se fue depositando en los dedos del pequeño Mario, aquel que jugaba de niño a caminar por universos atiborrados de tinta, y el que un día le prometió la utopía. La pluma perforó las hojas con fuerza, hasta que éstas empezaron a dejar colar la luz. Las palabras como un manantial diáfano empezaron a irrigar el papel y hubo tanto calor en ellas que fueron tomando forma humana. Se originaron las imágenes entonces, y los entornos se acentuaron en el paisaje. Mario se asomaba al lenguaje para abrir la cerradura de una puerta que en una tarde lejana aseguró que abriría. El epílogo de su historia no fue más que la certeza de la tibia respiración de Juan en aquel universo construido. Los retazos raudos de una vida atravesando las páginas para venir a estrellarse en una fría noche contra la postrera línea, contra el punto final. Los últimos estertores que recogiera la fría loza asfáltica en el nefasto nocturno se transfiguraban en los mismos que cíclicamente recogería el lector, quien con la pupila sobre la línea lo iría desenterrando, y de forma efímera lo acompañaría por las calles destapadas de ese viejo barrio que lo parió para la eternidad.
La mágica puerta abierta está. Una luz atravesándola parece adentrarse con ímpetu. 


Mauricio Palomo Riaño (Bogotá, Colombia, 1982). Estudió Licenciatura en Lingüística y Literatura en la Universidad La Gran Colombia y Maestría en Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. Ha sido jurado en concursos literarios de ámbito local y gestor de talleres de escritura. Divide su vida entre la cátedra universitaria y la literatura. La colección Los Conjurados publica aquí su primer libro de cuentos Nombrar la ausencia. Actualmente trabaja en la construcción de una novela que hibrida distintos movimientos y géneros literarios.